P.
Carlos Cardó SJ
Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: "¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo". Al enterarse, el rey Herodes quedó desconcertado y con él toda Jerusalén. Entonces reunió a todos los sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo, para preguntarles en qué lugar debía nacer el Mesías."En Belén de Judea, le respondieron, porque así está escrito por el Profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti surgirá un jefe que será el Pastor de mi pueblo, Israel". Herodes mandó llamar secretamente a los magos y después de averiguar con precisión la fecha en que había aparecido la estrella, los envió a Belén, diciéndoles: "Vayan e infórmense cuidadosamente acerca del niño, y cuando lo hayan encontrado, avísenme para que yo también vaya a rendirle homenaje". Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño. Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra. Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al palacio de Herodes, volvieron a su tierra por otro camino.
La Epifanía es la fiesta de la manifestación de Jesús como
Salvador de todas las naciones, simbolizadas en los sabios de Oriente.
Con un conjunto de símbolos de
gran poder sugestivo, el relato de San Mateo hace ver la trascendencia universal
que tiene el nacimiento de Jesús: es el Mesías que trae la salvación para todo
el mundo, para todas las naciones, pueblos y culturas. Todo el género humano
está llamado a conocer y acoger la luz que brilla en medio de la oscuridad.
El horizonte de la historia humana
no se pierde en las tinieblas. A todos los pueblos y personas guía el único
Dios. El Espíritu, que actúa en sus corazones, los impulsa a buscar el sentido
que debe tener su vida, la rectitud que debe caracterizar su conducta, y el
empeño que deben poner para construir la paz por medio de la justicia. Para
todos nace el Señor. Y por ello se hace posible la acogida fraterna de todas las
personas, por encima de las diferencias sociales y culturales. El misterio de
Belén lo hace posible.
Una luz brilla como estrella
radiante en el interior de las personas. Se dejan guiar por ella los sabios de
todos los tiempos que disciernen los significados de los acontecimientos y se
hacen lo suficientemente pobres y sencillos para salir de sí mismos y tender
con perseverancia hacia el conocimiento de la verdad plena.
Dios
ha creado a todos para que lo busquen, a ver si a tientas lo llegan a
encontrar, dado que no está lejos de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos
y existimos (Hech 17, 27-28). Los valores de las culturas y de las religiones
de la tierra, los logros de la razón humana en todos los campos de las ciencias
y de las artes, el progreso de los pueblos en su organización humana fraterna,
y el dictamen interior de la propia conciencia, señalan los largos y diversos
caminos hacia la verdad, que confluyen en Jerusalén.
Hacia ella dirigen sus pasos los
magos. Han oído que en Jerusalén se les puede transmitir el conocimiento que
les falta, pues es la ciudad santa, capital de la nación que es portadora de
una extraordinaria revelación de Dios. Pero la estrella que los guiaba no brilla
sobre Jerusalén. No encuentran en ella más que mentira y afán de poder: el rey Herodes,
rodeado de los sumos sacerdotes y expertos en religión afirman, sí, conocer la
revelación contenida en las Escrituras, y envían a los magos a Belén tierra de
Judá, pero ellos no van.
Ven como una amenaza al recién
nacido rey de los judíos. Vayan ustedes, les
dice Herodes, e infórmense bien sobre ese
niño… y avísenme para ir yo también a adorarlo. Pertenecen al pueblo
escogido y manejan las Escrituras, pero rechazan al Salvador que Dios les había
prometido. Los extranjeros, en cambio, venidos de lejos, lo acogen con inmensa
alegría.
La estrella que los había guiado volvió
a aparecer en Belén y se detuvo encima de donde estaba el niño. Él es el que da
la luz a la estrella que brilla en la noche (cf. Sab 10,17). Por eso dirá de sí mismo: Yo soy la luz del mundo (Jn 8,12). Luz de Dios que viene para
todos, pero que hay que buscarla, acogerla y dejar que transforme la vida.
Dice el evangelio que los magos vieron al niño con su madre María y lo
adoraron postrados en tierra. Los griegos hacían esto como tributo a sus
dioses, los orientales se postraban también ante sus reyes. Después abrieron sus
cofres y le ofrecieron regalos: oro,
incienso y mirra.
Una antiquísima tradición que se
remonta a San Ireneo de Lyon en el siglo II, interpreta el oro como tributo al
rey, el incienso como ofrenda a Dios y la mirra como como referencia a la
muerte de Jesús. Muchas otras interpretaciones se han sucedido en la historia:
el oro de las obras buenas, el incienso de la oración y la mirra del control de
los instintos.
Otros ha visto en los regalos de
los magos la entrega de lo mejor de uno mismo: el amor, que es la mayor riqueza
personal; los deseos y aspiraciones que son como el incienso invisible que sube
a lo alto; la condición mortal y los padecimientos, que hacen referencia a la
mirra, que cura las heridas y preserva de la corrupción. Todo lo que amamos, deseamos
y tenemos, eso es nuestro tesoro. Se lo ofrecemos a Dios y Él entra a nuestro
tesoro. Un villancico que se canta hasta hoy en algunas iglesias evangélicas exhorta
a dar al Niño esos mismos regalos porque «todo cristiano puede ofrecer estos
dones, el pobre no menos que el rico».
El relato termina con una
observación importante: advertidos de que no volvieran donde Herodes, los magos
retornan a su región de origen pero por
otro camino. Quien se encuentra con Cristo cambia de rumbo, queda
transformado. Estos hombres buscaban a Dios y Dios los encontró. Ahora llevan
consigo al Emmanuel, al Dios-con-nosotros.
La Epifanía nos hace ver que somos
peregrinos, por caminos que pueden atravesar desiertos y oscuridades, pero siempre
hay una estrella que brilla y guía hasta Dios. Ella está allí, en el firmamento
de nuestro corazón, en nuestro deseo de libertad interior, de bondad y de
felicidad, y también en el pesar que nos causan nuestras debilidades y culpas. Lo
importante es buscar. El que busca
encuentra, al que llama se le abre. Pronto o tarde una estrella brillará. No
se equivoca nadie que sigue a Cristo.
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