P. Carlos Cardó, SJ
La predicación de Cristo, vitral
de Rudolf Yelin (1909), iglesia parroquial de Weinheim, Alemania
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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Han oído que se dijo a los antiguos: No jurarás en falso y le cumplirás al Señor lo que le hayas prometido con juramento. Pero yo les digo: No juren de ninguna manera, ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es donde Él pone los pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del gran Rey. Tampoco jures por tu cabeza, porque no puedes hacer blanco o negro uno solo de tus cabellos. Digan simplemente sí, cuando es sí; y no, cuando es no. Lo que se diga de más, viene del maligno".
En el mundo judío del tiempo de
Jesús eran muy frecuentes los juramentos y se juraba por cualquier cosa, pero
como el mandamiento de la Ley prohíbe pronunciar el santo nombre de Dios en
vano, se juraba por la cabeza, por la tierra, por el cielo, por Jerusalén.
Jurar por Dios estaba prohibido, junto con el perjurio. Se suponía que la
persona justa y sabia no necesita del juramento porque lleva a Dios en sí, y el
juramento supone rebajarlo, haciéndolo intervenir en asuntos humanos.
También en otros pueblos el
juramento fue considerado contrario a los principios éticos. Los filósofos
griegos inculcaban la idea de que el hombre debe inspirar confianza por sí
mismo y no ha de basar la credibilidad de su palabra en ninguna autoridad.
Consideraban superflua la invocación de los dioses, porque lo decisivo es la
fiabilidad de la persona.
Jesús apoya la enseñanza moral
tradicional, que se expresaba en el mandamiento: No jurarás en falso, sino que cumplirás lo que prometiste al Señor con
juramento (Ex 20, 7; Num 30, 3; Deut 23,22), pero no se queda en eso sino que
enseña algo mucho más radical: prohíbe el juramento porque exige la veracidad
absoluta de la palabra humana.
Para Jesús, la persona no debe
tener una doble palabra: la verdadera y la que puede no serlo. Él no quiere que
vivamos desconfiando unos de otros, suponiendo siempre que lo que el otro dice puede
ser mentira. Quiere quitar ese presupuesto que rige muchas veces las relaciones
interpersonales, es decir, quiere sanar la devaluación del valor de la palabra,
que genera desconfianza.
Pero Jesús va más allá de la
condena categórica de la mentira. Su preocupación más honda, en la línea
espiritual más pura de Israel, era el respeto a la santidad del nombre de Dios
y la majestad de Dios. Con su alusión al juramento ilustra con un ejemplo lo
que es la veracidad, pero reprueba el juramento porque en él se apela al nombre
de Dios, se le pone de testigo de los propios actos y se le hace intervenir en
asuntos mundanos.
Mucho hay que trabajar, sobre todo
en la educación de los niños, para inculcar la buena actitud de suponer siempre
en el otro rectitud, veracidad y buena voluntad, y no precisamente lo
contrario, mientras no se demuestre como tal.
Pero como la confiabilidad de toda
persona depende de las demostraciones que dé de su rectitud y transparencia,
desde la infancia se debe aprender el sentido del valor de la palabra dada o
empeñada, la veracidad en el hablar y en el actuar, y la necesidad de refrendar
la credibilidad de la propia palabra con la rectitud e integridad de la
conducta.
Si es así, no hay necesidad de
estar jurando. Todos reprobamos la corrupción pública y privada, y lamentamos
que no se pueda confiar muchas veces en las instituciones y las personas.
Deberíamos comenzar a cambiar esta realidad con el ejemplo personal de que lo
que pide el Señor es la única forma humana de vivir en sociedad: que cuando digan sí, sea un sí y cuando digan
no, sea un no; porque lo que pasa de ahí viene del maligno.
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