P. Carlos Cardó, SJ
El dinero del tributo, óleo sobre
tabla de Peter Paul Rubens (1612), Museo de Bellas Artes de San Francisco,
Estados Unidos
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En aquel tiempo, los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos le enviaron a Jesús unos fariseos y unos partidarios de Herodes, para hacerle una pregunta capciosa. Se acercaron, pues, a Él y le dijeron: "Maestro, sabemos que eres sincero y que no te importa lo que diga la gente, porque no tratas de adular a los hombres, sino que enseñas con toda verdad el camino de Dios. ¿Está permitido o no, pagarle el tributo al César? ¿Se lo damos o no se lo damos?". Jesús, notando su hipocresía, les dijo: "¿Por qué me ponen una trampa? Tráiganme una moneda para que yo la vea". Se la trajeron y Él les preguntó: "¿De quién es la imagen y el nombre que lleva escrito?". Le contestaron: "Del César". Entonces les respondió Jesús: "Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios". Y los dejó admirados.
Los miembros del Sanedrín, a
quienes Jesús ha dirigido la parábola de los viñadores homicidas, que los ha
indignado hasta desear su muerte, le envían ahora a unos fariseos y partidarios
de Herodes para tenderle una trampa con la cuestión sobre la licitud del
impuesto que pagaban a los romanos.
Este tributo pro capite, a diferencia de otras contribuciones que tenían que
pagar los judíos, era especialmente humillante porque se efectuaba con dinero
romano como signo de sumisión y vasallaje. Para el judaísmo, lo político y lo
religioso estaban unidos, por eso el pago de este impuesto tenía también un
significado religioso: la moneda que se empleaba, el denario de plata, con la imagen
del emperador y la inscripción Tiberio
César, hijo del divino Augusto, les hacía sentirse no sólo dominados sino
propiedad del idolatrado Jefe del Estado.
Este fue el motivo de la rebelión
de un tal Judas Galileo, el año 6 d.C., a quien los romanos subyugaron,
masacrando a sus huestes y crucificando a dos de sus hermanos. De ahí nació el
movimiento mesiánico de los celotas (“intransigentes”),
que practicaban una especie de guerrilla partisana contra los invasores romanos
y que, entre otras cosas, se negaban a usar la moneda romana.
La pregunta que le plantean a
Jesús sus interlocutores es capciosa por donde se la vea: si responde que sí es
lícito pagar el impuesto, se pondría de parte del opresor, justificando la
opresión que sufre el pueblo. Al mismo tiempo negaría validez al anhelo nacional
de un mesías libertador, echaría por tierra su propia pretensión de ser el
enviado de Dios para liberar y frustraría las expectativas que tantos han
puesto en Él.
Si, por el contrario, responde que
no se debe pagar el impuesto, se pondría en contra de los romanos y sus
enemigos tendrían un motivo para denunciarlo, cosa que finalmente harán.
Jesús pide
que le muestren la moneda y con este solo gesto anuncia ya su respuesta. Los
fariseos y herodianos no tardan en alcanzarle el denario, que suelen usar,
poniendo así al descubierto su hipocresía. La frase de Jesús, además, los mete
en aprietos pues les cuestiona la concepción que tienen del “divino” César,
cuya imagen y moneda llevan consigo, y la concepción que tienen de Dios.
La respuesta
de Jesús no es evasiva. Lo que hace es poner la cuestión en un plano superior
de pensamiento en el que se puede entender qué es de Dios, qué le pertenece, y
qué pertenece al César. Los interlocutores de Jesús tienen que saber que la
soberanía absoluta de Dios está sobre todo lo creado, incluidos los poderes de
este mundo, que deben orientarse a él, pues de lo contrario pierden
legitimidad, Dios los derriba (cf. Lc
1,52).
No obstante,
y sobre esta base de la soberanía absoluta de Dios, Jesús reconoce la autoridad
romana conforme a la mentalidad del judaísmo de la época (cf, 1 Pe 13, 1-7), para darle lo que le
pertenece ¡pero no más! El ser humano, que es imagen de Dios, pertenece a Dios;
el dinero, que lleva la imagen del César, pertenece al César.
La persona
humana depende de Dios de manera incomparablemente más plena y más profunda que
lo que puede depender de un gobernante, cualquiera que sea. Y en esa
dependencia absoluta de Dios, su Creador y Padre, encuentra la persona la
libertad con que debe vivir en cualquier sistema político, mostrándose crítica
frente a él para que no pretenda absolutizarse ni ejerza el poder contra las
personas. Ningún César o gobernante o partido puede ocupar el puesto de Dios.
La historia está llena de las tragedias a las que condujeron los “césares” que
lo pretendieron.
Esto supuesto, no se puede reducir
la respuesta de Jesús a la simple separación entre lo político y lo religioso,
lo material y lo espiritual, el Estado y la Iglesia. Quedarse sólo en esto
lleva muchas veces a la privatización de lo religioso, relegado a la
interioridad de las personas, a la religión enmudecida, a la conciencia
burguesa que deja de anunciar y exigir el respeto a los valores éticos y
morales, a la libertad y a los derechos de las personas en el ordenamiento
social. Como si Dios pudiese dejar de iluminar las mentes para el recto manejo
de lo profano. Sólo si se respetan los valores morales, de los que da cuenta
exacta el evangelio de Jesucristo, tiene garantía incuestionable la autonomía
(y laicidad) de lo político.
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