P. Carlos Cardó, SJ
Oración antes de la comida, dibujo a
lápiz y tinta de Vincent van Gogh (1882), colección privada
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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Cuando ustedes hagan oración no hablen mucho, como los paganos, que se imaginan que a fuerza de mucho hablar, serán escuchados. No los imiten, porque el Padre sabe lo que les hace falta, antes de que se lo pidan. Ustedes pues, oren así:Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.Danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en tentación y líbranos del mal.Si ustedes perdonan las faltas a los hombres, también a ustedes los perdonará el Padre celestial. Pero si ustedes no perdonan a los hombres, tampoco el Padre les perdonará a ustedes sus faltas".
Al orar no hablen mucho, dice Jesús a sus discípulos, porque su Padre sabe lo que ustedes necesitan
antes de que se lo pidan. Recomienda también orar en la habitación con la
puerta cerrada para no ser vistos (Mt 6,
6). Pero no se trata de un encuentro con dos personas solitarias. El Señor
siempre es Trinidad, comunidad de personas; y nosotros siempre somos también comunidad,
Iglesia, mundo. Por eso, las tres primeras peticiones del Padrenuestro se refieren al
Padre celestial aquí en la tierra, y las otras cuatro a la necesidad que
tenemos de sus dones para vivir como hijos suyos y hermanos.
“Padre”. Poder decir a Dios Abba
es el gran don de Jesús. Al hacerlo, nos afirmarnos como hijos e hijas suyos, creados
por amor, amados por sí mismos; más aún, amados con el amor que el Padre tiene
por su Hijo. Quien, movido por el Espíritu de Jesús, se atreve a decir Abba a Dios, experimenta el amor que
Dios le tiene: un amor misericordioso y propicio, que estará siempre con él; y esta
experiencia afirmará su vida para siempre con una confianza básica que le hará
capaz de decir en toda circunstancia:
¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Rom 8, 32ss).
Santificado
sea tu nombre. Significa
darle a Dios en la vida el lugar central que se merece. Jesús santificó su
Nombre. Padre, yo les he dado a conocer
tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en
ellos y yo en ellos (Jn 17,26). Santificamos el nombre de Dios cuando nos
rendimos a Él, sin miedo a nuestras limitaciones ni a la muerte. Santificamos
su nombre cuando reconocemos como un don de su paternidad lo que somos y
tenemos. Quien no reconoce la paternidad de Dios pretende hacerse padre de sí
mismo, y busca sólo su propia gloria. De esta ignorancia, raíz del pecado, nace
el orgullo y la ambición, que nos aleja de Él, nos divide y destruye la
creación.
Venga
tu reino. Es
la gran promesa de Dios, término seguro de la historia humana. Es la soberanía
de Dios que trae consigo el triunfo de la verdad y de la vida, de la santidad y
de la gracia, de la justicia, el amor y la paz en toda la creación. El reino
“ha llegado” en Jesús para cuantos se conviertan y crean en el evangelio; y
“vendrá” finalmente en su plenitud para revelar la gloria de su amor salvador.
Está entre nosotros oculto como la semilla sembrada que crece y se hace un
árbol (Lc 13,18s). Y es, en
definitiva, Jesucristo resucitado, que vuelve de la misma manera como se le vio
marcharse (Hech 1, 11). Nos toca
pedirlo, buscarlo, acogerlo (Lc 18,17).
La invocación apresura su venida mucho más que cualquier otra obra humana.
Hágase
tu voluntad. Su
voluntad es el amor fraterno, la construcción de la fraternidad. Ahí es donde
se cumple toda justicia y se participa de su santidad. La voluntad de Dios no
puede ser sino el bien para sus hijos. Jesús la cumple porque entrega su vida
por los hermanos. En el cielo, la voluntad divina se cumple por el amor que
existe entre el Padre y el Hijo; en la tierra, por el Espíritu que nos hace
vivir como hermanos y hermanas, partícipes del amor de Dios.
Danos
hoy nuestro pan. El pan es vida. Así como la vida biológica
sirve para la vida eterna, el pan material sirve para el espiritual, que es la Palabra
y la Eucaristía. Ambos panes pedimos y no por separado, sino en continuidad uno
y otro. Por el pan material no debemos inquietarnos, pues el Padre sabe lo que
necesitamos (Lc 12, 22-31). Quien
tiene el pan espiritual, trabaja, recibe y comparte. Pedir el pan no significa
forzar la mano de Dios, obligarlo; es reconocerlo como el principio de la
propia vida y no vivir con el miedo a la muerte. Y es el pan nuestro, no mi pan,
porque lo que Dios da se comparte. Si no es pan nuestro, si no se comparte, genera división. Quien no comparte no
ve en el prójimo a un hermano y, por tanto, no tiene derecho a llamar Padre a
Dios.
Perdónanos
nuestros pecados. El
pan de la vida es el amor que Dios da (por gracia) a todos, incluso al que ha
pecado. Per-donar es la acción completa, intensa y total del donar. Es regalar
o ceder voluntaria y gratuitamente. Jurídicamente los latinos llamaban perdón a
la acción del acreedor de regalar o ceder definitivamente al deudor aquello que
le debía. Es lo que hace Dios con nosotros y, al hacerlo, nos hace capaces de
perdonarnos. Porque somos perdonados, también perdonamos. El cristiano no es justo sino justificado; no es
perfecto sino misericordioso; no es santo sino favorecido con la gracia del
único Santo que es Dios; no es fuerte contra el mal sino compasivo con el que
ha caído. Por eso no condena, sino perdona.
No
nos dejes caer en tentación. No
pedimos que nos libre de la prueba –componente de la vida temporal–, sino que
nos proteja para no sucumbir. La tentación viene de mis debilidades y del miedo
a la necesidad que se alía con el egoísmo. Pero “Dios es fiel y no permitirá
que sean tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación
recibirán fuerzas suficientes para superarla” (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza en el
Padre, que nos arranca del amor de Dios. Pero “esta es la victoria que ha
vencido al mundo: nuestra fe” (1 Jn 5,4).
Nota: Este texto
evangélico fue comentado el 7 de Marzo
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