viernes, 23 de junio de 2017

Bendito seas Padre (Mt, 11, 25-30)

P. Carlos Cardó, SJ
 
Cargador de flores, óleo con acuarela de Diego Rivera (1935), Museo de Arte Moderno, San Francisco, Estados Unidos
En aquel tiempo, Jesús exclamó: "¡Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien. El Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga, y yo les daré alivio. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga ligera".
Es un texto fundamental del Nuevo Testamento. Tiene dos partes, la primera es una oración de Jesús, la segunda contiene el llamado “grito de júbilo” de Jesús.
En la oración de Jesús resalta su peculiar relación de intimidad con Dios, que le mueve a referirse a él llamándolo Abbá. Pronunciada con toda la resonancia de su lengua natal, esta palabra permite advertir el conocimiento y amor mutuo que une a Jesús con Dios y que le permite dirigirse a él con el equivalente a nuestro apelativo cariñoso de papá. La palabra Abbá es central en el cristianismo porque expresa quién es Dios y quién es Jesús.
Este Dios-Padre, según Jesús, tiene una voluntad que debe cumplirse, el establecimiento de su reinado, que ha comenzado ya con la obra de su Hijo, pero todavía no ha llegado a plenitud en su relación con nosotros y con la realidad del mundo. Jesús se alegra de que, conforme a lo establecido por su Padre, son los pequeños y los pobres, que ponen toda su confianza en Dios, los que acogen y se benefician de este don salvador, mientras que los sabios y entendidos de este mundo, que sólo confían en sí mismos y no reconocen su necesidad de cambio, se quedan fuera.
En ese contexto, dice Jesús: ¡Vengan a mí los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré! Cansados y agobiados vivían los judíos a causa de la religión de la ley, sin la libertad de los hijos de Dios. Agobiado está quien no tiene otra actitud ante Dios que la del temor servil, que le mueve a cumplir la ley moral por el miedo al castigo o la esperanza del premio. Se puede ser así un cumplidor estricto de lo que está mandado, pero sin poner en ello el corazón.
Jesús no vino a abolir la ley, y alabó a quien la enseña hasta en sus detalles. Pero advirtió que lo que Dios quiere es el corazón, no simplemente las obras religiosas. Una religión legalista es fatiga y opresión y se convierte en muerte porque degenera en la hipocresía y en el orgullo del hombre por sus obras. El amor cristiano, en cambio, lleva incluso a curar a un enfermo en día sábado y a sentarse a la mesa con publicanos y pecadores. Este amor produce gozo y descanso, es justicia nueva, hace posible vivir la vida divina que es amor.
Y yo los aliviaré. Él dará reposo a nuestras mentes y corazones agitados. El reposo de saberme amado por Dios tal como soy; el sosiego de saber que tenemos un lugar en la mesa del Padre; la confianza de saber que donde mis fuerzas terminan, ahí comienza el trabajo de Dios; la serena certeza de que ni siquiera el poder de la injusticia y de la muerte de que es capaz el ser humano podrá impedir la llegada del reino de Dios, porque la “bondad” básica de la creación y de nuestro mundo ha sido ya puesta en sus manos por su Hijo Jesús de Nazaret resucitado.
Mi yugo es suave y mi carga es ligera, dice Jesús. Su Espíritu, hecho ley interna de la caridad y del amor, no oprime. Su mandamiento nuevo es la verdad que libera, porque nos hace vivir en autenticidad, capaces de alegría y de ingenio, de creatividad y grandeza de ánimos. Ensancha el corazón. 
Responder a la invitación del Señor, Vengan a mí…, que yo les daré descanso, es aprender bondad, man­sedumbre, sencillez, amabilidad. No se puede reconocer a Dios, ni tampoco llegar a ser felices, si vivimos centrados en nosotros mismos y andamos sin tiempo para nada, agitados por el ansia de ganar más, tener más, obtener mayores éxitos productivos, pero incapacitados para poner quietud y silencio en nuestro interior, o sencillamente para disfrutar de los dones más bellos de Dios: la familia, las amistades...

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