P.
Carlos Cardó, SJ
El
prendimiento de Jesús, óleo sobre madera de Dieric Bouts (1459 aprox.),
Pinacoteca de Munich, Alemania
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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Han oído ustedes que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo; yo, en cambio, les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos. Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen eso mismo los publicanos? Y si saludan tan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen eso mismo los paganos? Ustedes, pues, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto".
Toda la enseñanza moral de Jesús se resume en: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Ama a
tu prójimo tal como es porque tú y él son iguales: hijos e hijas queridos de
Dios.
Quien no ama a su hermano no ama a Dios. Esto se ve de manera
particular en lo referente al respeto que se debe tener a la vida del otro. No
puede nombrar a Dios como Padre ni tomar parte en el banquete de la fraternidad
quien primero no perdona a su hermano o no
hace lo posible para restablecer la relación que se ha roto.
Para llegar a estos principios morales Israel tuvo que recorrer un
largo camino. En la Biblia Dios habla en lenguaje humano, se adapta al proceso
de maduración de su pueblo y emplea una pedagogía gradual para educarlo y, por
medio de él iluminar a la humanidad. Se parte del principio de la reciprocidad:
si Abraham, padre de la raza, fue un extranjero de origen pagano, Israel tiene
que abrirse al amor al extranjero. Debe imitar a Dios en su amor
misericordioso.
El libro de Jonás describe vivamente lo difícil que fue para los
hebreos aceptar la universalidad del mensaje de salvación. Y la culminación del
largo recorrido hacia el amor universal se alcanza con la enseñanza de Isaías,
concretamente con el horizonte que él
despliega para el anhelo de la paz: llegará el día en que todos los pueblos
acogerán la palabra del Señor, de la que Israel es portador, se guiarán por sus
enseñanzas y entonces de sus espadas
forjaran arados y de sus lanzas podaderas. Ya no alzará la espada nación contra
nación, ni se entrenarán más para la guerra. (Is 2,4).
El amor universal hecho norma de vida conduce a establecer
relaciones de justicia a todos los niveles, de las que nace la paz, el desarme mundial
y la conversión de los gastos de guerra en inversiones para el desarrollo
humano.
El amor a todos los semejantes, hasta al enemigo, es una
característica esencial del cristianismo frente a otras religiones. Es una
tendencia común a todo grupo social el emplear el odio y la aversión al enemigo
como medio para reforzar la conciencia colectiva, definir la identidad común y
reforzar la solidaridad entre sus miembros: se ataca y condena a los extraños, se
defiende y apoya a los que son del grupo.
Por esta razón el amor a los enemigos, predicado por Jesús, debió
significar para sus contemporáneos judíos una exigencia radical. La primitiva
iglesia la recogió íntegramente y con la teología de Juan dejó establecido que,
conforme al pensamiento de Jesús, el amor universal, sin excepciones, significa
haber conocido a Dios. Si no se ama, no
se tiene fe (Cf. 1Jn 4, 7-8; 3, 11-17).
La lenta y progresiva comprensión bíblica del amor de Dios a todos
alcanza en el Nuevo Testamento su culminación: Dios no tiene enemigos sino
hijos; el cristiano no tiene enemigos, sino hermanos. Una religión que no
llegue a esto, aún tiene camino por recorrer. Matar en nombre de Dios es la más
abominable acción criminal porque va contra el hermano y contra Dios. Lo propio
del cristianismo es morir perdonando, como Esteban el primer mártir.
Todos podemos emplear mal nuestra libertad y hacer sufrir con
nuestras acciones. Más aún, todos –desde Caín– tenemos una cierta inclinación a
la maldad y la hemos cometido, grande o pequeña alguna vez. Pero es innegable
que el odio es una enfermedad del alma. Allí donde se desencadena el odio y la
venganza como reacción frente a una violencia, un ultraje, o una injusticia
padecida, allí triunfa el mal. La víctima inocente se ha dejado afectar por la
enfermedad del mal y lo devuelve, generándose la espiral de la violencia.
Etty Hillesum, mártir judía de Auschwitz que acogió en su corazón
el mensaje de paz y de perdón del cristianismo, dice a este propósito: “No veo
más solución sino que cada cual se examine retrospectivamente su conducta y
extirpe y aniquile en sí todo cuanto crea que hay que aniquilar en los demás. Y
convenzámonos de que el más pequeño átomo de odio que añadamos a este mundo lo
vuelve más inhóspito de lo que ya es” (Journal,
p. 205).
Personas así se han aventurado en
“un camino que es más excelente que todos los demás” (1Cor 12,31): el del amor incondicional a este mundo, a la humanidad
pecadora y sufriente y al Dios de infinita misericordia. Imitarlo a Él es
tender a la perfección. Sean perfectos
como su Padre celestial, dice San Mateo. Sean misericordiosos como el Padre, dice San Lucas.
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