P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos al otro lado
del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus
discípulos. Judas, el traidor, conocía también el sitio, porque Jesús se reunía
a menudo allí con sus discípulos. Judas entonces, tomando la patrulla y unos
guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos, entró allá con faroles,
antorchas y armas. Jesús, sabiendo todo lo que venía sobre él, se adelantó y
les dijo: «¿A quién buscan?».
Le contestaron: «A Jesús, el Nazareno».
Les dijo Jesús: «Yo soy».
Estaba también con ellos Judas, el traidor. Al
decirles: «Yo soy», retrocedieron y cayeron a tierra. Les preguntó otra vez:
«¿A quién buscan?».
Ellos dijeron: «A Jesús, el Nazareno».
Jesús contestó: «Les he dicho que soy yo. Si me buscan a mí, dejen marchar a éstos».
Y así se cumplió lo que había dicho: «No he
perdido a ninguno de los que me diste». Entonces Simón Pedro, que llevaba una
espada, la sacó e hirió al criado del sumo sacerdote, cortándole la oreja
derecha. Este criado se llamaba Malco. Dijo entonces Jesús a Pedro: «Mete la espada en la vaina. El cáliz que me ha dado
mi Padre, ¿no lo voy a beber?».
La patrulla, el tribuno y los guardias de los
judíos prendieron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero a Anás, porque era
suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año; era Caifás el que había dado a los
judíos este consejo: «Conviene que muera un solo hombre por el pueblo». Simón
Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo era conocido del sumo
sacerdote y entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote, mientras Pedro se
quedó fuera a la puerta. Salió el otro discípulo, el conocido del sumo
sacerdote, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La criada que hacía de
portera dijo entonces a Pedro:
«¿No eres tú también de los discípulos de ese
hombre?».
Él dijo: «No
lo soy».
Los criados y los guardias habían encendido un
brasero, porque hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos de
pie, calentándose. El sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos
y de la doctrina. Jesús le contestó:
«Yo he hablado abiertamente al mundo; yo he
enseñado continuamente en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los
judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga
a los que me han oído, de qué les he hablado. Ellos saben lo que he dicho yo».
Apenas dijo esto, uno de los guardias que
estaban allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo: «¿Así contestas al sumo sacerdote?».
Jesús respondió: «Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado
como se debe, ¿por qué me pegas?».
Entonces Anás lo envió atado a Caifás, sumo
sacerdote. Simón Pedro estaba en pie, calentándose, y le dijeron:
«¿No eres tú también de sus discípulos?».
Él lo negó, diciendo: «No lo soy».
Uno de los criados del sumo sacerdote, pariente
de aquel a quien Pedro le cortó la oreja, le dijo: «¿No te he visto yo con él en el huerto?». Pedro volvió a negar, y enseguida cantó un gallo.
Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era el amanecer, y ellos no
entraron en el pretorio para no incurrir en impureza y poder así comer la
Pascua. Salió Pilato adonde estaban ellos, y dijo:
«¿Qué acusación presentan contra este hombre?».
Le contestaron: «Si éste no fuera un malhechor, no te lo entregaríamos».
Pilato les dijo: «Llévenlo ustedes y júzguenlo según su ley».
Los judíos le dijeron: «No estamos autorizados para dar muerte a nadie».
Y así se cumplió lo que había dicho Jesús,
indicando de qué muerte iba a morir. Entró otra vez Pilato en el pretorio,
llamó a Jesús y le dijo:
«¿Eres tú el rey de los judíos?».
Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de
mí?».
Pilato replicó: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a
mí; ¿qué has hecho?».
Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de
este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos.
Pero mi reino no es de aquí».
Pilato le dijo: «Conque, ¿tú eres rey?».
Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para
esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la
verdad escucha mi voz».
Pilato le dijo: «Y, ¿qué es la verdad?».
Dicho esto, salió otra vez a donde estaban los
judíos y les dijo: «Yo no encuentro en él
ninguna culpa. Es costumbre entre ustedes que por Pascua ponga a uno en
libertad. ¿Quieren que les suelte al rey de los judíos?».
Volvieron a gritar: «A ése no, a Barrabás».
El tal Barrabás era un bandido. Entonces Pilato
tomó a Jesús y lo mandó azotar. Y los soldados trenzaron una corona de espinas,
se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; y,
acercándose a él, le decían: «¡Salve, rey
de los judíos!». Y le daban bofetadas.
Pilato salió otra vez afuera y les dijo: «Miren,
lo saco afuera, para que sepan que no encuentro en él ninguna culpa».
Y salió Jesús afuera, llevando la corona de
espinas y el manto color púrpura. Pilato les dijo: «Aquí lo tienen».
Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los
guardias, gritaron: «¡Crucifícalo, crucifícalo!».
Pilato les dijo: «Llévenselo ustedes y crucifíquenlo, porque yo no encuentro culpa en él».
Los judíos le contestaron: «Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que
morir, porque se ha declarado Hijo de Dios».
Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún
más y, entrando otra vez en el pretorio, dijo a Jesús: «¿De dónde eres tú?».
Pero Jesús no le dio respuesta. Y Pilato le
dijo: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que
tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?».
Jesús le contestó: «No tendrías ninguna autoridad sobre mí, si no te la
hubieran dado de lo alto. Por eso el que me ha entregado a ti tiene un pecado
mayor».
Desde este momento Pilato trataba de soltarlo,
pero los judíos gritaban: «Si sueltas a
ése, no eres amigo del César. Todo el que se declara rey está contra el César».
Pilato entonces, al oír estas palabras, sacó
afuera a Jesús y lo sentó en el tribunal, en el sitio que llaman "el
Enlosado" (en hebreo Gábbata). Era el día de la Preparación de la Pascua,
hacia el mediodía. Y dijo Pilato a los judíos: «Aquí tienen a su rey».
Ellos gritaron: «¡Fuera, fuera; crucifícalo!»
Pilato les dijo: «¿A su rey voy a crucificar?».
Contestaron los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que al César».
Entonces se los entregó para que lo
crucificaran. Tomaron a Jesús, y él, cargando con la cruz, salió al sitio
llamado «de la Calavera» (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo
crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado, y en medio, Jesús. Y
Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba escrito: «Jesús,
el Nazareno, el rey de los judíos.» Leyeron el letrero muchos judíos, porque
estaba cerca el lugar donde crucificaron a Jesús, y estaba escrito en hebreo,
latín y griego.
Entonces los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: «No, escribas: "El rey de los judíos", sino:
"Éste ha dicho: Soy el rey de los judíos"».
Pilato les contestó: «Lo escrito, escrito está».
Los soldados, cuando crucificaron a Jesús,
cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la
túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y
se dijeron: «No la rasguemos, sino echemósla
a suerte, a ver a quién le toca».
Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis
ropas y echaron a suerte mi túnica». Esto hicieron los soldados.
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de María, la Magdalena.
Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su
madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre».
Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en
su casa. Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término,
para que se cumpliera la Escritura dijo: «Tengo
sed».
Había allí un jarro lleno de vinagre. Y,
sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron
a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». E, inclinando la
cabeza, entregó el espíritu.
Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran
los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día solemne,
pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los
soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían
crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le
quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó
el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su
testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes
crean.
Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y
en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que atravesaron.»
Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo clandestino de Jesús por
miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y
Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también
Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una
mixtura de mirra y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los
aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el
sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había
sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y
el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.
El evangelista san Juan presenta la pasión de Jesús como la
revelación del amor que triunfa sobre el mal del mundo y la muerte. En Jesús
muerto en la cruz, la vieja humanidad, alejada de Dios por el pecado, muere y
renace como una nueva humanidad, cuyo destino es el reino de Dios. Esta
transformación acompaña toda la narración.
La traición y arresto de Jesús en el Huerto de los Olivos, las
afrentas en casa del sacerdote Caifás y en el pretorio de Pilato, la tortura de
la flagelación, la corona de espinas y el manto púrpura, la proclamación que
hace de Él Pilato: ¡He ahí al Hombre!, Aquí tienen a su Rey!, todos son preparativos de su entronización. En
su cruz se ha escrito su título de rey.
Levantado en alto, se cumple lo que había dicho: Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré
a todos hacia mí (Jn 12,32). De este modo la cruz, patíbulo infame, se
convierte en el trono del Hijo de Dios, desde el que juzga y derrota a la
maldad del mundo (cf. Jn 12,31). San
Pablo dirá: Donde abundó el pecado, sobreabundó
la gracia (Rom 5, 20). Toda la injusticia y maldad del mundo se concentran
para dar muerte al inocente. Todo el amor con que Dios y su Hijo aman al mundo
llega hasta el extremo de aceptar este destino y vencer esa misma maldad con el
perdón, la bondad y la misericordia.
Jesús convierte su muerte, de asesinato perverso, en ofrenda
voluntaria de su cuerpo entregado y de su sangre derramada como la prueba suprema
de cuánto es capaz de hacer Dios para que nadie se pierda, para que la maldad
no triunfe en ninguno de sus hijos e hijas. Mirando la cruz no podemos dejar de
ver ¡cuánto nos ama Dios!
La pasión y muerte de Jesús son el triunfo del amor. Por eso, Juan nos hace advertir la serie de pequeños y grandes actos del amor misericordioso de Jesús que se suceden durante su pasión. Todo es don en la pasión y muerte del Señor: continúa preocupándose por los suyos y pide que lo arresten a Él solo, confía su madre al discípulo... Y, con la convicción de haber realizado plenamente la misión que el Padre le ha encomendado, inclina la cabeza y nos da el Espíritu.
Finalmente, de su costado traspasado por la lanza, sale sangre y agua,
signos de la Iglesia ahí representada en el agua del bautismo y la sangre de la
eucaristía. La sobreabundancia de mal es cambiada por el amor del Padre, por
Jesús y con el Espíritu, en sobreabundancia de bien.
Se nos invita, pues, a contemplar la cruz del Señor y admirarnos del
amor de Dios por la humanidad, por cada ser humano en concreto, por ti, por mí.
Se nos invita a creer en el valor de la vida humana que ha sido amada por Dios hasta
este punto. Se nos invita a mirar el Corazón traspasado de Cristo – Mirarán
al que atravesaron – para que sea Él quien marque la dirección
y sentido del camino por donde se alcanza la vida verdadera: camino del amor
que mueve a amar como somos amados. Así nos haremos fuertes para llevar nuestra
cruz, como Jesús llevó la suya, para hacer de ella una ocasión recóndita de
entrega y ofrecimiento.
Con estos sentimientos, adoremos la cruz salvadora. Contemplemos al Señor levantado a lo alto y supliquémosle que nos mire como miró a su bendita madre o al discípulo al que tanto quería y digámosle:
«Acuérdate de mí, Señor, con misericordia, no recuerdes mis pecados, sino piensa en tu cruz; acuérdate del amor con que me amaste hasta dar tu vida por mí; acuérdate en el último día de que durante mi vida yo sentí tus sentimientos y compartí tus sufrimientos con mi propia cruz a tu lado. Acuérdate entonces de mí y haz que yo ahora me acuerde de ti» (San John Henry Newman).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.