domingo, 2 de abril de 2023

Homilía del Domingo de Ramos (Mt 26, 14 - 27. 66)

P. Carlos Cardó SJ

Entrada de Cristo en Jerusalén, témpera soblre lienzo de Pietro di Giovanni D’Ambrogio (1435), Pinacoteca Stuard, Parma, Italia

En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso: «¿Qué están dispuestos a darme si se lo entrego?».
Ellos se ajustaron con él en treinta monedas de plata. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.
El primer día de los Ácimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:
- ¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?».
- Él contestó: «Vayan a la ciudad, a casa de quien ustedes saben, y d+iganle: “El Maestro dice: mi hora está cerca; voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”».
Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua.
Al atardecer se puso a la mesa con los Doce. Mientras comían dijo: «En verdad les digo que uno de ustedes me va a entregar».
Ellos muy entristecidos, se pusieron a preguntarle uno tras otro:
- «¿Soy yo acaso, Señor?».
Él respondió: «El que ha metido conmigo la mano en la fuente, ese me va a entregar. El Hijo del hombre se va como está escrito de él; pero, ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!, ¡más le valdría a ese hombre no haber nacido!».
Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: «¿Soy yo acaso, Maestro?».
Él respondió: «Tú lo has dicho».
Mientras comían, Jesús tomó pan y, después de pronunciar la bendición, lo partió, lo dio a los discípulos y les dijo:  «Tomen, comen: esto es mi cuerpo».
Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias y dijo: «Beban todos; porque esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados. Y les digo que desde ahora ya no beberé del fruto de la vid hasta el día que beba con vosotros el vino nuevo en el reino de mi Padre».
Después de cantar el himno salieron para el monte de los Olivos.
Entonces Jesús les dijo: «Esta noche se van a escandalizar todos por mi causa, por- que está escrito: “Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño”. Pero cuando resucite, iré delante de vosotros a Galilea».
Pedro replicó: «Aunque todos caigan por tu causa, yo jamás caeré».
Jesús le dijo: «En verdad te digo que esta noche, antes de que el gallo cante, me negarás tres veces».
Pedro le replicó: «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré».
Y lo mismo decían los demás discípulos.
Entonces Jesús fue con ellos a un huerto, llamado Getsemaní, y dijo a los discípulos: «Siéntense aquí, mientras voy allá a orar».
Y llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: «Mi alma está triste hasta la muerte; quédense aquí y velen conmigo». Y adelantándose un poco cayó rostro en tierra y oraba diciendo: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú».
Y volvió a los discípulos y los encontró dormidos. Dijo a Pedro: «¿No han podido velar una hora conmigo? Velen y oren para no caer en la tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil».
De nuevo se apartó por segunda vez y oraba diciendo: «Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad».
Y viniendo otra vez, los encontró dormidos, porque sus ojos se cerraban de sueño. Dejándolos de nuevo, por tercera vez oraba repitiendo las mismas palabras. Volvió a los discípulos, los encontró dormidos y les dijo: «Ya pueden dormir y descansar. Miren, está cerca la hora y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levántense, vamos! Ya está cerca el que me entrega».
Todavía estaba hablando, cuando apareció Judas, uno de los Doce, acompañado de un tropel de gente, con espadas y palos, enviado por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. El traidor les había dado esta contraseña: «Al que yo bese, ese es: préndanlo».
Después se acercó a Jesús y le dijo: «¡Salve, Maestro!». Y lo besó. Pero Jesús le contestó: «Amigo, ¿a qué vienes?».
Entonces se acercaron a Jesús y le echaron mano y lo prendieron. Uno de los que estaban con él agarró la espada, la desenvainó y de un tajo le cortó la oreja al criado del sumo sacerdote.
Jesús le dijo: «Envaina la espada; que todos los que empuñan espada, a espada morirán. ¿Piensas tú que no puedo acudir a mi Padre? Él me mandaría enseguida más de doce legiones de ángeles. ¿Cómo se cumplirían entonces las Escrituras que dicen que esto tiene que pasar?».
Entonces dijo Jesús a la gente: «¿Han salido a prenderme con espadas y palos como si fuera un bandido? A diario me sentaba en el templo a enseñar y, sin embargo, no me capturaron. Pero todo esto ha sucedido para que se cumplieran las Escrituras de los profetas».
En aquel momento todos los discípulos lo abandonaron y huyeron.
Los que prendieron a Jesús lo condujeron a casa de Caifás, el sumo sacerdote, donde se habían reunido los escribas y los ancianos. Pedro lo seguía de lejos hasta el palacio del sumo sacerdote y, entrando dentro, se sentó con los criados para ver cómo terminaba aquello.
Los sumos sacerdotes y el Sanedrín en pleno buscaban un falso testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte y no lo encontraban, a pesar de los muchos falsos testigos que comparecían. Finalmente, comparecieron dos que declararon:
«Este ha dicho: “Puedo destruir el templo de Dios y reconstruirlo en tres días”».
El sumo sacerdote se puso en pie y le dijo: ¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que presentan contra ti?».
Pero Jesús callaba. Y el sumo sacerdote le dijo: «Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios».
Jesús le respondió: «Tú lo has dicho. Más aún, yo les digo: desde ahora verán al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder y que viene sobre las nubes del cielo».
Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras diciendo: «Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acaban de oír la blasfemia. ¿Qué deciden?».
Y ellos contestaron: «Es reo de muerte».
Entonces le escupieron a la cara y lo abofetearon; otros lo golpearon diciendo: «Haz de profeta, Mesías; dinos quién te ha pegado».
Pedro estaba sentado fuera en el patio y se le acercó una criada y le dijo: «También tú estabas con Jesús el Galileo».
Él lo negó delante de todos diciendo: «No sé qué quieres decir».
Y al salir al portal lo vio otra y dijo a los que estaban allí: «Este estaba con Jesús el Nazareno».
Otra vez negó él con juramento: «No conozco a ese hombre».
C. Poco después se acercaron los que estaban allí y dijeron a Pedro: «Seguro; tú también eres de ellos, tu acento te delata».
Entonces él se puso a echar maldiciones y a jurar diciendo: «No conozco a ese hombre».
Y enseguida cantó un gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: «Antes de que cante el gallo me negarás tres veces». Y saliendo afuera, lloró amargamente.
Al hacerse de día, todos los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron para preparar la condena a muerte de Jesús. Y, atándolo, lo llevaron y lo entregaron a Pilato, el gobernador.
Entonces Judas, el traidor, viendo que lo habían condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y ancianos diciendo: «He pecado entregando sangre inocente».
Pero ellos dijeron: «¿A nosotros qué? ¡Allá tú!».
Él, arrojando las monedas de plata en el templo, se marchó; y fue y se ahorcó. Los sacerdotes, recogiendo las monedas de plata, dijeron: «No es lícito echarlas en el arca de las ofrendas, porque son precio de sangre».
Y, después de discutirlo, compraron con ellas el Campo del Alfarero para cementerio de forasteros. Por eso aquel campo se llama todavía «Campo de Sangre». Así se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: «Y tomaron las treinta monedas de plata, el precio de uno que fue tasado, según la tasa de los hijos de Israel, y pagaron con ellas el Campo del Alfarero, como me lo había ordenado el Señor».
Jesús fue llevado ante el gobernador, y el gobernador le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?».
Jesús respondió: «Tú lo dices».
Y, mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los ancianos, no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó: «¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti?».
Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta, el gobernador solía liberar un preso, el que la gente quisiera. Tenía entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, dijo Pilato: «¿A quién quieren que suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías?». Pues sabía que se lo habían entregado por envidia, Y, mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir: «No te metas con ese justo porque esta noche he sufrido mucho soñando con él».
Pero los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús.
El gobernador preguntó: «¿A cuál de los dos quieren que suelte?».
Ellos dijeron: «A Barrabás».
Pilato les preguntó: ¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?».
Contestaron todos: «Sea crucificado».
Pilato insistió: «Pues, ¿qué mal ha hecho?».
Pero ellos gritaban más fuerte: «¡Crucifícalo!».
Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos ante la gente, diciendo: «¡Soy inocente de esta sangre. Allá ustedes!».
Todo el pueblo contestó: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!».
Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Entonces los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la cohorte: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y, doblando ante él la rodilla, se burlaban de él diciendo: «¡Salve, rey de los judíos!».
Luego le escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y, terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar.
Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a llevar su cruz.
Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo.
Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: «Este es Jesús, el rey de los judíos».
Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Los que pasaban, lo injuriaban, y, meneando la cabeza, decían: «Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz».
Igualmente los sumos sacerdotes con los escribas y los ancianos se burlaban también diciendo: «A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¡Es el Rey de Israel!, que baje ahora de la cruz y le creeremos. Confió en Dios, que lo libre si es que lo ama, pues dijo: «Soy Hijo de Dios”».
De la misma manera los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban.
Desde la hora sexta hasta la hora nona vinieron tinieblas sobre toda la tierra. A la hora nona, Jesús gritó con voz potente: «Elí, Elí, lemá sabaqtaní?». (Es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»).
Al oírlo algunos de los que estaban allí dijeron: «Está llamando a Elías».
Enseguida uno de ellos fue corriendo, cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber.
Los demás decían: «Déjenlo, a ver si viene Elías a salvarlo».
Jesús, gritando de nuevo con voz potente, exhaló el espíritu.

[PAUSA]

Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se resquebrajaron, las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron y, saliendo de las tumbas después que él resucitó, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos.
El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, dijeron aterrorizados: «Verdaderamente este era Hijo de Dios».
Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirlo; entre ellas, María la Magdalena y María, la madre de Santiago y José, y la madre de los hijos de Zebedeo.
Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús. Este acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran. José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en su sepulcro nuevo que se había excavado en la roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó. María la Magdalena y la otra María se quedaron allí sentadas enfrente del sepulcro.
A la mañana siguiente, pasado el día de la Preparación, acudieron en grupo los sumos sacerdotes y los fariseos a Pilato y le dijeron: «Señor, nos hemos acordado de que aquel impostor estando en vida anunció: “A los tres días resucitaré”. Por eso ordena que vigilen el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan sus discípulos, se lleven el cuerpo y digan al pueblo: “Ha resucitado de entre los muertos”. La última impostura sería peor que la primera».
Pilato contestó: «Ahí tienen la guardia: vayan ustedes y aseguren la vigilancia como ustedes saebn».
Ellos aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y colocando la guardia.

En la entrada de Jesús en Jerusalén aparecen juntos su triunfo y su pasión. Con los niños judíos que salieron a su encuentro portando ramos de olivo, lo aclamamos como nuestro rey: “Hosanna al Hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor”. Impacta la humildad y mansedumbre con que vive su condición de rey: entra en la ciudad montado sobre un pollino. Su reino no es de este mundo. Su grandeza no se manifiesta en el dominio y el poder, sino en el servir y dar su vida.

A continuación, el relato de la Pasión según San Mateo hace ver cómo el largo camino recorrido por Dios en su búsqueda del ser humano alcanza su fin. En la cruz, Jesús nos da alcance, situándose para ello en el espacio que nos aleja de Dios: el espacio de nuestro pecado, nuestro dolor y nuestra muerte. Dios es misericordia, amor apasionado que se identifica con los que ama. La pasión hace ver lo que Dios se hizo para salvarnos: el juez es juzgado, el inocente condenado, el rey entronizado en un patíbulo de esclavos, el autor de la vida asesinado. Los brazos del Crucificado alcanzan el universo y anulan toda distancia y oposición entre el cielo y la tierra.

La Pasión según San Mateo muestra la forma como la Iglesia primitiva contempló los sufrimientos y la muerte de Jesús y descubrió su sentido con la ayuda de la Escritura. Cayó en la cuenta de la correspondencia exacta que hay entre el plan de Dios, profetizado en el Antiguo Testamento, y los desconcertantes acontecimientos de la “semana santa”.

Se subraya la contraposición entre el viejo Israel y la Iglesia de Cristo. A eso responde el interés del evangelista Mateo de señalar y denunciar a los responsables de la muerte de Jesús: Judas, los sacerdotes, los ancianos del pueblo. El proceso ha sido inicuo. Judas confiesa: Pequé entregando sangre inocente (27, 4) y arroja las monedas de plata. Los sacerdotes reconocen que son precio de sangre. El plan de Dios predicho por los profetas se ha cumplido (Zac 11, 12-13; Mt 27, 9).

En el juicio ante Pilato se ve también la intención eclesial de Mateo de mostrar las relaciones entre Cristo y el antiguo Israel. Cuando la mujer del pagano Pilato intercede por “el justo”, la muchedumbre exige a gritos la muerte del Mesías. En adelante, la condición para entrar en el Reino será aceptar el ofrecimiento de salvación que Dios hace y agregarse a la Nueva Alianza, que sellará con la sangre de su Hijo. Ante el Crucificado, que entrega su espíritu (27,50), el cristiano se siente movido a confesar lo mismo que el centurión romano: Realmente éste era el Hijo de Dios (27,54).

Hacia el Hijo de Dios, muerto por nuestros pecados y resucitado por nuestra salvación (Rom 4,25), se orienta toda la vida y actuación de la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, que testimonia su fe a quienes quieran escuchar. La cruz de Jesús pone fin a la era antigua y hace nacer la era de la Iglesia.

El relato de Mateo acaba describiendo las repercusiones cósmicas de la muerte de Jesús: el velo del templo se rasga en dos, señal del final de los tiempos antiguos; la tierra se estremece y resucitan muertos, señales de que la muerte de Cristo transforma el mundo y lo abre a la irrupción del Reino y de la gloria de Dios.

La Pasión de San Mateo es apta para ser cantada, como hace J. S. Bach, y representada en teatro, como muestran las famosas “Pasiones” de la Semana Santa, pero sobre todo está escrita para ser rezada, meditada, agradecida y alabada, porque en la Pascua de Jesús, que con acentos tan sinceros se nos narra en ella, se funda nuestra salvación. 

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