P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: "No te extrañes de que te haya dicho: Tienen que renacer de lo alto'. El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así pasa con quien ha nacido del Espíritu".
Nicodemo le preguntó entonces: "¿Cómo puede ser esto?".
Jesús le respondió: "Tú eres maestro de Israel, ¿y no sabes esto? Yo te aseguro que nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio. Si no creen cuando les hablo de las cosas de la tierra, ¿cómo creerán si les hablo de las celestiales? Nadie ha subido al cielo sino el Hijo del hombre, que bajó del cielo y está en el cielo. Así como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna".
Todo el capítulo 3 de san Juan desarrolla el tema de la
comprensión por la fe. Es un tema fundamental porque abraza la relación entre
la razón o capacidad de conocer del ser humano, con la fe revelada que se recibe
como un don o gracia. La fe no
disminuye a la persona humana, ni anula la razón, sino más bien la conduce al
conocimiento de la verdad plena, con la cual alcanza la realización de su
humanidad.
Para Juan hay un conocimiento carnal y un
conocimiento espiritual. La razón carnal, cerrada a lo trascendente y a lo
sobrenatural, corre el riesgo de dañarse a sí misma, impidiéndole a la persona la
posibilidad de alcanzar el conocimiento que le viene dado de lo alto y que lo
eleva por encima de todo lo material de este mundo.
La razón iluminada por la fe abre al ser
humano al conocimiento de Dios y hace posible la transformación (conversión), pues
la persona puede comprender el amor salvador que Dios le ofrece y puede
acogerlo. Por eso dirá Jesús esa palabra que recoge el evangelista san Juan: Esta es la vida eterna: que te conozcan a
Ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo (Jn 17, 3).
El mismo san Juan plantea entonces las condiciones que hacen
posible el comprender. Las expresa con tres términos claves: de lo alto o de
nuevo, nacimiento espiritual y pneuma,
espíritu. La incapacidad para salir del círculo que encierra sobre uno mismo
sólo puede ser superada por la gracia. Dios la otorga y con ella la persona
experimenta un nuevo nacimiento. La expresión pone de relieve ambas cosas: la
radical impotencia del hombre y la gratuidad-novedad del don. Nacer
de lo alto, o mejor ser engendrado de lo alto, significa nacer a la
vida nueva de hijos e hijas; ese es el don del Padre.
Nicodemo, el interlocutor de Jesús que oye estas palabras,
entiende el nacer de nuevo simplemente como el sueño de una vida que se
rejuvenece a sí misma, no como el don de Dios. No entiende aún que para estar
en Dios y entrar en su reino se requiere la gracia del amor salvador que lo
hace volver a nacer para encontrarse plenamente realizado en Jesucristo. La fe
obra en nosotros una verdadera regeneración.
El Espíritu es el que
obra esa regeneración. Fuerza misteriosa que actúa como el viento que arrebata
o el agua que purifica e infunde vida, realidad imprevisible e inasible, el
Espíritu es la presencia y acción de Dios en nosotros que se puede sin embargo
verificar como una capacidad impensada de conocer y de amar.
Después
de esto, Jesús alude a la serpiente levantada por Moisés. Esta alusión remite al anhelo universal de lograr una vida
segura, libre de peligros, que tenga un final feliz, no una muerte funesta y
sin sentido, que traería abajo nuestra esperanza. Pero ¿quién nos puede
asegurar esto? ¿Quién nos garantiza que la vida no se pierde en un final
inesperado?
Los
israelitas se plantearon estas preguntas fundamentales cuando, en el desierto,
se vieron atacados por una plaga de serpientes (Num 21, 4-9). Dios vino en su ayuda y mandó a Moisés levantar una
serpiente de bronce en lo alto de un mástil; quienes la miraban quedaban libres
del veneno y vivían. Haciendo una comparación, Jesús dice: Así tiene que ser levantado el Hijo del hombre. Pero hay una distancia
enorme entre la salud que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y
la vida eterna que Jesús gana para nosotros al ser levantado en la cruz.
Para una mirada exterior, ajena a la fe, aquello no será más que
el ajusticiamiento cruel de un simple condenado, un hecho irrelevante para la marcha
de la historia. Pero la fe hará mirar en profundidad y captar un sentido oculto
a los ojos. El Crucificado no es un pobre judío fracasado que muere cargado de
oprobios. Detrás de Él está Dios mismo. La pasión y muerte de Jesús no son sólo
el punto final de su vida, sino el momento supremo en que se pone de manifiesto
la relación que hay entre Jesús y Dios, la prueba de que Dios está en Él.
Es Dios quien lo ha enviado y entregado por amor a la humanidad
entera. El sentido de la muerte de Jesús en la cruz es que Dios “entrega” al
Hijo del hombre en manos de los pecadores (Mc
14,41; 10,33.45), y Jesús por su parte, hace suya la voluntad de su Padre y
da libremente su vida, revelando así hasta dónde llega el amor de Dios al mundo
y hasta dónde llega su propio amor por nosotros. Quien por la fe acepta esto,
alcanza la verdad que salva, se confía a ese amor y tiene vida eterna.
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