jueves, 13 de abril de 2023

La comida con el Resucitado (Lc 24, 35-48)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús se aparece a sus discípulos, ilustración publicada en La Vida de Jesús de Nazareth en Ochenta Pinturas de William Hole, publicada por Fine Art Society, Londres 1906

Mientras estaban hablando de todo esto, Jesús estuvo en medio de ellos (y les dijo: «Paz a ustedes.»). Quedaron atónitos y asustados, pensando que veían algún espíritu, pero él les dijo: «¿Por qué se desconciertan? ¿Cómo se les ocurre pensar eso? Miren mis manos y mis pies: soy yo. Tóquenme y fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos como ustedes ven que yo tengo».
(Y dicho esto les mostró las manos y los pies).
Y como no acababan de creerlo por su gran alegría y seguían maravillados, les dijo: «¿Tienen aquí algo que comer?». Ellos, entonces, le ofrecieron un pedazo de pescado asado (y una porción de miel); lo tomó y lo comió delante ellos.
Jesús les dijo: «Todo esto se lo había dicho cuando estaba todavía con ustedes; tenía que cumplirse todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos referente a mí».
Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras. Les dijo: «Todo esto estaba escrito: los padecimientos del Mesías y su resurrección de entre los muertos al tercer día. Luego debe proclamarse en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén, y yendo después a todas las naciones, invitándolas a que se conviertan. Ustedes son testigos de todo esto».

Los discípulos no se inventaron la fe en la resurrección, no se les ocurrió que la vida del Señor no había acabado en el sepulcro, ni fueron víctimas de una ilusión. Lo que los evangelios nos demuestran es que, a consecuencia de la muerte de Jesús, los discípulos quedaron profundamente abatidos, con sus esperanzas por los suelos, sin nada que hacer ya, sino disolverse como grupo.

Poco después, sin embargo, movidos por el testimonio dado por unas mujeres, fueron al sepulcro y comprobaron que estaba vacío; pero aquello se prestaba a diversas interpretaciones y, por sí solo, no era un hecho contundente que los moviera a aceptar la resurrección.

Ellos la captan y comprenden, no a partir de sus propias razonamientos y deducciones, sino como una experiencia que les viene otorgada, como un don, cuya iniciativa la toma el mismo Señor, que es quien los hace reconocer su presencia en medio de sus búsquedas –como los que iban a Emaús– o en la comunidad reunida en Jerusalén. Pero les costó reconocerlo: el miedo, las dudas, la tristeza se lo impedían. Unos quedaron atónitos sin poder reconocerlo, otros aturdidos en sus dudas y otros creyeron ver un fantasma.

En el texto de hoy, Lucas relata con realismo la experiencia del Resucitado que tienen los discípulos e insiste, más que los otros evangelistas, en la corporalidad del Resucitado. La razón de esto es que los miembros de la comunidad a los que destinaba su escrito eran cristianos procedentes de un medio cultural helenista, en el que muchos creían en la inmortalidad del alma, pero no en la resurrección de los cuerpos (Hech 17,18.32; 26.8.24), aunque creían fácilmente en fantasmas.

Para evitar equívocos y disipar dudas, Jesús no sólo les demuestra su identidad, mostrándoles sus manos y sus pies, sino que se sienta a comer con ellos. Con este gesto se quiere indicar que Él no es un fantasma, sino que está ante ellos de manera real y concreta. Los discípulos no han tenido una ilusión ni han visto un espíritu. Pero la resurrección no significa que Él ha vuelto a la vida terrena que antes tenía, destinada de nuevo a morir, sino todo lo contrario: Dios lo ha hecho pasar a una vida nueva, definitiva, que supera la muerte porque es una vida que se sitúa en el mismo plano de existencia que la de Dios. No sólo su espíritu ha vencido a la muerte; toda la persona de Jesús es la que ha sido salvada de la muerte y subsiste para siempre en su nueva y definitiva forma de existir en Dios.

Asimismo, Lucas pretende señalar la relación que existe entre la experiencia que tuvieron los primeros testigos y la que podemos tener hoy: ellos, a pesar de haber visto y tocado al Resucitado, tienen –al igual que nosotros– que reconocerlo y creer por la Palabra y el banquete. El relato nos invita, pues, a sentir presente al Señor escuchando su Palabra, contenida en la Escritura. Ella nos hace ver que Dios ha demostrado todo el poder de su amor salvador en Jesús resucitándolo de la muerte. Ella nos enseña también a confiar en el Señor, seguros de que si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él (2 Tim 2,11s). Porque si Cristo resucitó, también resucitaremos (cf. 1 Cor 15).

Al mismo tiempo, el relato enseña a descubrir la presencia del Señor en la comunidad, sobre todo cuando se congrega para la eucaristía. Allí, en la mesa fraterna, en el banquete del pan único y compartido, que celebramos en memoria suya, se nos hace presente el Señor, y se realiza la fraternidad por la acción de su Espíritu.

Finalmente el Señor quiere que sus discípulos se conviertan en “testigos” de su triunfo sobre el pecado y la muerte. Llevarán este anuncio a todas las naciones, fortalecidos por la fuerza que les viene del Espíritu Santo.

Los discípulos “vieron” y “tocaron”, pero tuvieron que reconocer y creer. También nosotros tenemos que reconocer y creer. La Palabra nos abre el entendimiento para comprender lo que hizo por nosotros. El Pan que partimos nos hace comulgar en su Cuerpo y forja nuestra unidad. Comprobamos lo que nos transmitieron aquellos primeros testigos y nos animamos a llevar al mundo el mensaje de que la esperanza del ser humano está garantizada.

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