miércoles, 12 de abril de 2023

Aparición a los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35)

 P. Carlos Cardó SJ

El camino a Emaús, óleo sobre lienzo de Robert Zünd (1877), Museo de Sant Gallen, Suiza
Aquel mismo día dos discípulos se dirigían a un pueblecito llamado Emaús, que está a unos doce kilómetros de Jerusalén, e iban conversando sobre todo lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se les acercó y se puso a caminar con ellos, pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran.
El les dijo: «¿De qué van discutiendo por el camino?».
 Se detuvieron, y parecían muy desanimados. Uno de ellos, llamado Cleofás, le contestó: «¿Cómo? ¿Eres tú el único peregrino en Jerusalén que no está enterado de lo que ha pasado aquí estos días?».
«¿Qué pasó?», les preguntó.
Le contestaron: «¡Todo el asunto de Jesús Nazareno!». Era un profeta poderoso en obras y palabras, reconocido por Dios y por todo el pueblo. Pero nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes renegaron de él, lo hicieron condenar a muerte y clavar en la cruz. Nosotros pensábamos que él sería el que debía libertar a Israel. Pero todo está hecho, y ya van dos días que sucedieron estas cosas. En realidad, algunas mujeres de nuestro grupo nos han inquietado, pues fueron muy de mañana al sepulcro y, al no hallar su cuerpo, volvieron hablando de una aparición de ángeles que decían que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y hallaron todo tal como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron».
Entonces él les dijo: «¡Qué poco entienden ustedes, y qué lentos son sus corazones para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No tenía que ser así y que el Mesías padeciera para entrar en su gloria?».
Y les interpretó lo que se decía de él en todas las Escrituras, comenzando por Moisés y luego todos los profetas. Al llegar cerca del pueblo al que iban, hizo como que quisiera seguir adelante, pero ellos le insistieron diciendo: «Quédate con nosotros, ya está cayendo la tarde y se termina el día» Entró, pues, para quedarse con ellos.Mientras estaba en la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, y en ese momento se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él ya había desaparecido. Entonces se dijeron el uno al otro: «¿No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?».
De inmediato se levantaron y volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once y a los de su grupo. Estos les dijeron: «Es verdad. El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón». Ellos, por su parte, contaron lo sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

Este texto, uno de los más bellos de la Biblia, nos ayuda a descubrir la presencia viva del Señor en circunstancias concretas: cuando dos o tres nos reunimos en su nombre; cuando meditamos la Palabra de Dios que ilumina nuestra vida; cuando llevamos a la práctica la Palabra y acogemos al sin techo o compartimos el pan con el hambriento; y cuando celebramos la eucaristía.

Era el mismo día de la Pascua, cuando dos discípulos, abatidos por la decepción y la pena que les causó verlo morir en cruz, se marcharon a su vida de antes, sin ilusión, sin esperanza.

No obstante, algo inexplicable hace que se reúnan para hacer el camino juntos. Y conversan y discuten sobre lo que ha pasado, cuando en realidad no tendrían ya nada de qué hablar una vez que lo enterraron y el grupo se disolvió. De pronto, sin embargo, sin que ellos se dieran cuenta, Jesús en persona se puso a caminar con ellos. Y aquí está lo primero que el texto evangélico dice a nuestra realidad: ¿hacemos eso nosotros, nos buscamos unos a otros cuando nos ocurre algo que no esperábamos y estamos tentados a pensar que Dios no ha sido buenos con nosotros? ¡Ay del solo si cae: no tiene quien lo levante! dice también la Escritura (Ecl 4,10). En cambio quien reacciona contra la crisis por la que esté pasando y busca la comunidad, hallará allí mismo la compañía del Señor.

¿Qué conversación es esa que traen en el camino?, les dice, mostrando interés por lo que les pasa. Ellos se detuvieron con la cara triste. La tragedia vivida se refleja en sus rostros y, con ella, la tristeza, que es mala consejera. Uno de ellos, llamado Cleofás, confiesa: Nosotros esperábamos que Jesús iba a ser el libertador de Israel. Y, sin embargo, ya hace tres días que ocurrió esto... Cuántas veces lo que esperamos no resulta y es duro reconocer que los caminos del Señor no son nuestros caminos. Y lo que uno planifica o proyecta, ¿saldrá finalmente?

Siempre puede haber motivo para la decepción y el desánimo. ¿Pero buscamos entonces, una y otra vez, en la Escritura la Palabra que puede iluminar lo que ha ocurrido? Eso fue lo que hizo Jesús con los discípulos de Emaús, los remitió a la Escritura: ¡Qué torpes son y qué lentos para creer!... y comenzando por Moisés y siguiendo por los Profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura.

Como el reconocer a Cristo resucitado es un proceso progresivo, ellos lo ven todavía como un extranjero. Y llegan así a Emaús, donde Él hace ademán de seguir adelante, pero ellos lo presionaron: Quédate con nosotros… porque cae la noche ¿Es éste el deseo que brota en nosotros cuando nos encaminamos a nuestro “Emaús” y nos cae la noche? Lo presionaron, dice el texto. ¿Insistimos, imploramos? Ellos pensaban huir, abandonándolo todo, pero Él les ha dado alcance. Ahora lo invitan a sentarse a la mesa y ocurre lo sorprendente: Él, de invitado, se convierte en anfitrión, se hace el centro de la mesa.

Entonces Jesús tomó el pan, pronunció la bendición [euxaristeia], lo partió y se lo dio. Son las mismas palabras centrales de la eucaristía, que seguimos repitiendo en el momento de la consagración. Y a ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. De modo que es en la eucaristía donde le encontramos y reconocemos mediante la fe.

Pero él desapareció. Lo hace tal como se lo había advertido: Voy a prepararles un lugar (Jn 14,2). Conviene que yo me vaya (Jn 16,7). Por eso su desaparición física no los vuelve a hacer caer en la tristeza. Ellos tienen ya la certidumbre de que no los abandona nunca, pues les ha dejado su Espíritu que les hace ver al Señor en toda circunstancia, sobre todo en la práctica de la caridad para con el prójimo y en la celebración de la eucaristía.

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