P. Carlos Cardó SJ
Pasado el sábado, al aclarar el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a visitar el sepulcro. De repente se produjo un violento temblor: el Angel del Señor bajó del cielo, se dirigió al sepulcro, hizo rodar la piedra de la entrada y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el relámpago y sus ropas blancas como la nieve.
Al ver al Ángel, los guardias temblaron de miedo y se quedaron como muertos.
El Ángel dijo a las mujeres: «Ustedes no tienen por qué temer. Yo sé que buscan a Jesús, que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, tal como lo había anunciado. Vengan a ver el lugar donde lo habían puesto, pero vuelvan enseguida y digan a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos y ya se les adelanta camino a Galilea. Allí lo verán ustedes. Con esto ya se lo dije todo».
Ellas se fueron al instante del sepulcro, con temor, pero con una alegría inmensa a la vez, y corrieron a llevar la noticia a los discípulos. En eso Jesús les salió al encuentro en el camino y les dijo: «Paz a ustedes». Las mujeres se acercaron, se abrazaron a sus pies y lo adoraron.
Jesús les dijo en seguida: «No tengan miedo. Vayan ahora y digan a mis hermanos que se dirijan a Galilea. Allí me verán».
Formamos
parte de un pueblo con historia, una larga historia cargada de sentido. Tras el
relato de la primera creación, del acontecimiento liberador del pueblo, y de
las promesas de Dios por medio de sus profetas, hemos escuchado el relato del
testimonio sobre la resurrección. “¡Ha resucitado!”
¡Alégrense! Nos dice el Resucitado, saliendo a nuestro
encuentro. El mismo Jesús que habíamos visto crucificado y depositado en el
sepulcro, ha vencido a la muerte y nos comunica su alegría.
Aconteció
en la noche, sin testigos. El relato nos habla de las mujeres que van después al
sepulcro. La tierra tiembla, como una parturienta, es el tránsito hacia una
nueva creación. Pero en vez de una piedra que sella las sombras de la muerte,
fulgura un resplandor celestial que invita a entrar en la tumba diciendo: “¡No está aquí!” el Jesús Crucificado.
La
Palabra que anima a las mujeres a entrar, las impulsa también a anunciar a los
discípulos que “¡Es verdad!”. Ha
resucitado y los precederá en Galilea. Y mientras obedecen aquello que han
oído, lo encuentran con alegría, lo abrazan, lo adoran. Pero el Señor,
reconocido al fin, las envía nuevamente a sus hermanos; porque es ahí, justamente,
en el ir hacia los otros, hacia el prójimo, donde se le encuentra.
“Vayan”, nos dice, con imperativo
breve y tajante. La resurrección envía de nuevo a Cristo al mundo y manda a sus
amigos ahora a encontrarse con Él en medio del mundo. Para encontrar al
resucitado:
-
es necesario ponerse en camino e ir a comunicar la buena noticia a los
discípulos;
-
es necesario volverse hacia donde Él se manifestará.
El
lugar definitivo del Resucitado no está en los aledaños de la tumba, ni en el
atrio del templo, ni en la ribera del Jordán, ni entre quienes comercian con la
muerte. Regresen a sus labores, a sus familias, a su entorno, a su barrio, allí
donde se encuentran los abatidos y los pobres, los que saben de las preferencias
de Jesús.
No
sabríamos que es la Pascua, ni tendríamos la experiencia de los testigos de la
resurrección, si sólo quisiéramos recuperar el cadáver que nos dejaría encerrados
en nuestro egoísmo, vencidos por la maldad y la injusticia de quienes han dado muerte
a la Vida.
Muerte y Vida trabaron un singular
combate y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta.
Proclamemos su Triunfo. Vivamos la alegría del Santo
y Feliz Jesucristo. Digamos con las mujeres: Va por
delante de nosotros, señalando el camino. “Lo verás
en Galilea”, en todos esos lugares personales y sociales en los que Él quiere
ser amado, seguido y servido.
“Alégrense... No tengan miedo”.
La paz y la alegría son los signos inequívocos
de la resurrección de Cristo, en la que hemos sido incluidos.
La
vida atraviesa la muerte y empieza para nosotros una nueva vida.
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