sábado, 29 de abril de 2023

Sólo tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 60-69)

 P. Carlos Cardó SJ

Cristo y sus apóstoles, mosaico bizantino (siglo IV), Iglesia de Santa Prudenciana, Roma

Al escucharlo, cierto número de discípulos de Jesús dijeron: «¡Este lenguaje es muy duro! ¿Quién querrá escucharlo?».
Jesús se dio cuenta de que sus discípulos criticaban su discurso y les dijo: «¿Les desconcierta lo que he dicho? ¿Qué será, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir al lugar donde estaba antes? El espíritu es el que da vida, la carne no sirve para nada. Las palabras que les he dicho son espíritu, y son vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen».
Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién lo iba a entregar.
Y agregó: «Como he dicho antes, nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre.»
A partir de entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y dejaron de seguirle.
Jesús preguntó a los Doce: «¿Quieren marcharse también ustedes?».
Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios».

Las palabras de Jesús sobre la necesidad de comer su cuerpo y beber su sangre para tener vida eterna han escandalizado a sus oyentes judíos y han chocado también con la incomprensión de sus propios discípulos. Han quedado desilusionados al ver que la conducta de su Maestro no correspondía a lo que ellos esperaban del mesías.

La insinuación que les ha hecho de que el final de su obra consistirá en la entrega de su persona en una muerte sangrienta les ha resultado insoportable. No podían imaginar un amor que llega a la entrega de la propia vida. Y lo que les resulta aún más temible es que con sus palabras “comer su carne y beber su sangre”, Jesús les advierte que ellos también están llamados a hacer suya esa actitud de entrega, si es verdad que creen en Él y lo siguen. Entonces  se produce la deserción, el cisma. Muchos de los discípulos abandonan a Jesús, protestando: Este lenguaje es inadmisible, ¿quién puede admitirlo?

En esos momentos, Jesús, que conoce el interior de cada hombre y es consciente de la situación, se vuelve a sus más íntimos, a los Doce, y les hace ver que ha llegado la hora de la verdad, tienen que decidir si aceptan o rechazan su oferta: ¿También ustedes quieren irse?

Como en otras ocasiones, Pedro toma la palabra. Su respuesta contiene una profesión de fe y quedará para siempre como el recurso de todo creyente que, en su camino de fe, experimente –como los discípulos– la dificultad de creer, el desánimo en el compromiso cristiano, la sensación de estar probado por encima de sus fuerzas.

Entonces, como Pedro, el discípulo se rendirá a su Señor con una confianza absoluta: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Sólo Tú tienes  palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por  Dios. La confianza de Pedro en su Señor se basa en la convicción, que resuelve toda duda e inseguridad, de que sólo la forma de vida que Jesús ofrece dignifica la existencia, porque en Él se muestra la santidad a la que todos estamos llamados.

Lo que aconteció en la comunidad de los Doce acontece también en nuestra vida personal y en nuestra comunidad. Llega un momento en que la crisis se hace presente y no hay más remedio que optar y asirse con la más entera confianza a ese amor incondicional e indefectible de Dios por nosotros que se nos ha revelado en Jesús, la persona más digna de confianza, autor y perfeccionador de nuestra fe (Hebr 12, 2). Y sea cual sea la dificultad o crisis por la que pasemos, surgirá de nosotros la confianza de Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.

Venir a la Eucaristía, recibir en ella el cuerpo del Señor, nos compromete a hacer sentir a todos aquellos con quienes tratamos la misma confianza que nos da la entrega de Jesucristo por nosotros. En un mundo afectado cada vez más por la desconfianza en las relaciones interpersonales, la eucaristía nos compromete a crear espacios en los que sea posible confiar por la credibilidad a la que todos aspiran con su vida coherente, honesta y virtuosa. La eucaristía hace que la Iglesia sea realmente un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz para que todos encuentren en ella un motivo para seguir confiando. 

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