P. Carlos Cardó SJ
Por su parte, los Once discípulos partieron para Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Cuando vieron a Jesús, se postraron ante él, aunque algunos todavía dudaban.
Jesús se acercó y les habló así: «Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia».
La última voluntad del Señor es que sus discípulos se conviertan
en “testigos”, capaces de anunciar al mundo que el pecado, la carga opresora
del hombre, ha perdido su fuerza mortífera por la muerte y resurrección del
Señor. Cristo resucitado es la garantía de la victoria sobre el mal de este
mundo. En su Nombre se anuncia el perdón del pecado. Ya no hay lugar para el
temor porque Dios es amor que salva. Los discípulos han de llevar este anuncio
a todas las naciones. La fuerza para ello les viene del Espíritu Santo, don prometido por el Padre de
Jesucristo. Así como el Espíritu descendió sobre María, descenderá sobre ellos.
La encarnación de Dios en la historia llega así a su estado definitivo.
Se trata, según Mateo, de hacer
discípulos, no simplemente de anunciar, ni sólo de instruir y, menos aún,
de adoctrinar, sino de crear las condiciones para que la gente tenga una
experiencia personal de Cristo, que los lleve a seguirlo e imitarlo como la
norma y ejemplo de su vida. Esto significa entrar en su discipulado, hacerse
discípulos para asumir sus enseñanzas y también asimilar su modo de ser.
La comunidad eclesial, representada en el monte, aparece como el
lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su
palabra y sus acciones salvadoras. Las Iglesia hace visible el poder salvador de
su Señor.
La comunidad cristiana no puede quedar abrumada por la acción del
mal en el mundo en la etapa intermedia entre la pascua del Señor y su segunda
venida. La acción triunfadora de Cristo Resucitado sigue presente como el trigo
en medio de la cizaña. Con mirada de fe/confianza, el cristiano discierne los
signos de esa presencia y acción de Cristo vencedor, que se lleva a cabo por
medio de los creyentes. Por eso, antes de partir, los dotó de poderes
carismáticos para enfrentar el mal y vencerlo.
Jesucristo resucitado es el verdadero fundamento de la fe de la
comunidad cristiana y por medio de ella continúa anunciándose y manifestándose
el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice.
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