martes, 11 de abril de 2023

Aparición a María Magdalena (Jn 20, 11-18)

 P. Carlos Cardó SJ

Cristo resucitado y Magdalena, óleo sobre lienzo de Guido Renni (siglo XVII), Museo de Bellas Artes de Nancy, Francia
María se quedó llorando fuera, junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó para mirar dentro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y el otro a los pies.
Le dijeron: «Mujer, ¿por qué lloras?».
Les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto».Dicho esto, se dio vuelta y vio a Jesús allí, de pie, pero no sabía que era Jesús.
Jesús le dijo: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?».
Ella creyó que era el cuidador del huerto y le contestó: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo me lo llevaré».
Jesús le dijo: «María».
Ella se dio la vuelta y le dijo: «Rabboní», que quiere decir «Maestro».
Jesús le dijo: «Suéltame, pues aún no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre, que es Padre de ustedes; a mi Dios, que es Dios de ustedes».
María Magdalena se fue y dijo a los discípulos: «He visto al Señor y me ha dicho esto».

María Magdalena busca afanosamente al Señor. Y es la primera a la que el Señor busca. Muchos la ven como figura de la esposa que busca al Esposo, es decir, la comunidad que busca a su Señor entre los signos. También puede verse un paralelismo entre el discípulo amado y Magdalena: el discípulo vio y creyó. Vio signos, no al Señor. Representa la fe que responde a la cuestión de la tumba vacía. María en cambio escucha al Señor pronunciar su nombre y su fe, unida al amor, le hace posible ver al Señor. Por el amor la fe se convierte en experiencia personal del Resucitado. A quien me ama el Padre le amará y yo también le amaré y me manifestaré a él (14, 21).

El domingo de madrugada María Magdalena había ido al sepulcro y había visto que la piedra que lo cubría había sido removida. Volvió donde estaban los discípulos y refirió el hecho. Pedro y el discípulo al que Jesús quería salieron corriendo. María fue tras ellos. Ellos entraron al sepulcro, ella se quedó fuera, no tuvo valor, o la fuerte tensión que siente la paraliza. Se quedó junto al sepulcro, llorando.

Cuando se fueron los discípulos, María Magdalena se agachó para mirar en el sepulcro. Ha cobrado valor para mirar en la profundidad del vacío que le ha dejado la partida del Señor. No la acepta, tiene que haber algo que clarifique lo que ha sucedido. Y el misterio comienza a iluminar su vida.

De pronto dos ángeles, mensajeros de Dios, testigos de lo ocurrido, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo del Señor, uno en la cabecera y otro a los pies, le preguntan: Mujer, ¿por qué lloras? La respuesta de Magdalena: Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto, expresa un hondo sentido de pertenencia: mi Señor. Cuando se está vinculado tan profundamente a alguien que de pronto desaparece, ya no se sabe cómo vivir sin él. Sólo el encuentro le hará pasar del luto a la alegría. Y es lo que los mensajeros le han insinuado a Magdalena con su pregunta: Por qué. Tal vez la interpretación negativa del sufrimiento esté errada; puede haber otra explicación, una apertura positiva, un rayo de luz.

Y la luz vino. Se volvió y vio a Jesús que estaba allí, pero no lo reconoció. No puede entender todavía. El reconocimiento es gradual. Tiene que calmarse y reconocer que los caminos del Señor pueden ser otros. Entonces recordará quizá lo que Él ya les había dicho: No los dejaré huérfanos; volveré con ustedes. El mundo ya no me verá; ustedes en cambio sí me verán (Jn 14, 19).

Entonces Jesús le dijo: ¡María! Pronunció su nombre, con su voz familiar inconfundible, con el afecto de siempre. Todo lo que Jesús ha sido para ella se concentra en esa sola palabra, su nombre. El Señor pronuncia nuestro nombre en lo más íntimo de nosotros y lo pronuncia con amor. Llama a cada uno por su nombre y eso les hace saber lo que son para Él, lo que cuentan para Él: “Te he llamado por tu nombre y tú me perteneces” (Is 43,1). “Porque tú cuentas mucho para mí, eres valioso y yo te amo” (43,4). Por lo demás, Jesús resucitado mantiene el mismo comportamiento de amistad y cercanía que ha tenido en todos sus encuentros (con Nicodemo, con la samaritana, con los enfermos, con los pobres). Interesado por lo que vive cada uno, pregunta: ¿Qué buscan?, ¿Por qué lloras? Toca el corazón y se reanima la fe que hace posible reconocer su presencia.

¡Rabbubí!, responde María Magdalena en arameo. Con mucho afecto lo define a Él como su maestro y a ella como su discípula. Ha realizado el camino del discipulado, ha pasado de la desconfianza a la confianza, de la incredulidad a la fe, de la tristeza al gozo. Como Marta de Betania, ella también reconoce en Jesús a la resurrección y la vida y sabe que creer en Él es tener vida eterna (Jn 11,25). El encuentro con Él por la fe lleva ya el germen de nuestra feliz resurrección. Ésta se actualiza en toda situación difícil y oscura que puede parecer sin remedio, pero que vista a la luz d la fe puede revelar en ella misma la presencia del Señor resucitado, vencedor de la muerte.

No me retengas, continua Jesús... ve y di a mis hermanos que voy a mi Padre y Padre de ustedes, a mi Dios y Dios de ustedes. Cumple la promesa de ir a prepararnos un lugar. Invita a pensar en lo que nos aguarda. Esta espera traza la perspectiva fundamental de nuestra orientación en la vida, su sentido y su meta.

María Magdalena fue corriendo donde estaban los discípulos y les anunció. Se torna anunciadora, pregonera de la resurrección, apóstol, figura y modelo de discípulo de Jesucristo.

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