domingo, 9 de abril de 2023

Homilía del Domingo de Pascua – El sepulcro vacío (Jn 20, 1-9)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo y María Magdalena ante la tumba, óleo sobre lienzo de Rembrandt (1638), Colección Real del Reino Unido

El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».

Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

La resurrección de Cristo constituye un misterio de fe, un horizonte de esperanza y un acontecimiento de amor.

Jesús, vencedor de la muerte, ha realizado su subida al Padre y nos comunica el Espíritu por medio del cual sigue presente en medio de nosotros.

El evangelio nos hace ver cómo llegan los discípulos a la convicción de que Jesús ha resucitado. Ellos toman conciencia de que la cruz no ha sido el final, sino el inicio del retorno de Jesús al Padre y de su glorificación. Los discípulos viven un proceso de descubrimiento, recorren un camino lleno de sorpresas, que se inicia con la constatación de que el sepulcro está vacío, y concluye con la fe en la resurrección.

El evangelio muestra también que es una comunidad de personas diversas la que busca los signos que les ayuden a superar el escándalo de la cruz. Y es, además, una comunidad contristada, encerrada en sí misma por miedo, y que comienza a reaccionar y a recobrar la fe. A pesar de las advertencias que les había hecho, el final de su Maestro había significado para ellos un fracaso total que echó por tierra sus esperanzas.

No obstante, recuerdan las enseñanzas de los profetas y lo que dicen los salmos: no me abandonarás en el reino de los muertos, no permitirás que tu siervo vea la corrupción (Sal 16, 10). Repasan y revisan a la luz de la Escritura todo lo vivido con su Maestro y lo sucedido aquel viernes. Jesús tiene que estar vivo, piensan. Y reaccionan, buscan, indagan, disciernen los signos.

En Magdalena, Pedro y Juan está representada el ansia de la Iglesia por discernir los signos del Resucitado sobre todo en situaciones adversas o dolorosas. Todos están en la Iglesia y a todos mueve la misma ansia de la presencia del Señor. María Magdalena fue muy de mañana al sepulcro y regresó corriendo adonde estaban Simón Pedro y el otro discípulo a quien Jesús tanto quería; éstos por su parte salieron corriendo… En ellos aparece reflejada la búsqueda del cristiano que no se dejar abatir por las frustraciones y adversidades que conmueven su fe.

Vio y creyó. No había comprendido la Escritura... (vv. 8-9). Juan subraya la importancia de la Sagrada Escritura para comprender los signos en la historia. Si el discípulo hubiese comprendido la Escritura, le habría bastado quizá el primer anuncio de la Magdalena, para tomar conciencia de la presencia del Señor. Pero al faltarle esta comprensión, necesita “ver y tocar”. Leer la Escritura, revisar nuestra vida a la luz de la Palabra de Dios es el medio poderoso para advertir la presencia de Dios en todas las circunstancias oscuras por las que atravesemos.

La tumba vacía y las vendas vacías no son una prueba contundente (los enemigos de Jesús dirán que sus seguidores robaron el cuerpo), pero sí son un signo de que la resurrección es un hecho consumado: Jesús ha vencido a la muerte. Necesitamos los ojos creyentes del discípulo para descubrir a ese Jesús que vive en el mismo corazón del mundo y que  se muestra en múltiples presencias, todas ellas liberadoras.

El discípulo al que Jesús quería es una figura emblemática, el relato evangélico nos invita a identificarnos con él. Vivimos una época que exacerba el valor de los sentidos, hasta hacernos pensar que sólo existe y cuenta lo contante y sonante, lo que hacemos o podemos transformar. La dimensión de lo trascendente queda así a menudo arrinconada y sofocada. Por eso, a muchos, incluso entre creyentes de misa dominical, les resulta difícil creer realmente en la resurrección y, en consecuencia, demostrar en su vida práctica que no somos seres para la muerte, ni todo acaba en la muerte.

La Pascua nos invita a aceptar la buena noticia de que el Crucificado vive y proclamarla a través de nuestro trabajo, en la tarea concreta que debemos ejercer, cada cual según su vocación, pues este es realmente un medio indispensable para la evangelización.  

Cristo resucitado está en la comunidad de los que anuncian su mensaje, celebran los sacramentos y testimonian su amor. Se encuentra, sobre todo, en lo más vivo y profundo de la eucaristía. También en los hermanos necesitados que han de ocupar el centro de nuestro interés, porque Cristo se identifica con cada uno de ellos. El verdadero discípulo descubre en profundidad la presencia y acción del Resucitado en las distintas áreas de la sociedad y se esfuerza por transparentar con la fuerza de su testimonio el rostro luminoso y amable de Jesús en el mudo.

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