P. Carlos Cardó SJ
Cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, Jesús tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén. Envió mensajeros por delante y ellos fueron a una aldea de Samaria para conseguirle alojamiento; pero los samaritanos no quisieron recibirlo, porque supieron que iba a Jerusalén. Ante esta negativa, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron:
"Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?".
Pero Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió. Después se fueron a otra aldea.
Con este texto comienza una parte muy significativa del evangelio de San Lucas, que corresponde al viaje de Jesús a Jerusalén (9,51-19,28).
El
camino más rápido y directo de Galilea a Jerusalén atraviesa de norte a sur el
centro de Palestina, que corresponde a la región de Samaría. Pero desde la
división de Israel en los reinos de Judea y Samaría, los judíos trataban a los
samaritanos de réprobos, herejes y cismáticos y había hostilidad e intolerancia
entre los dos grupos. Por eso, al decidir Jesús pasar por esa región y enviar
por delante a unos mensajeros para prepararle alojamiento en un pueblo, no los
recibieron porque se dirigía a Jerusalén.
La
reacción de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, conocidos como los violentos (Boanerges) o hijos del trueno, es inmediata y concentra el odio racial,
religioso y político que se tenían ambos pueblos: ¿Quieres que mandemos que
baje fuego del cielo y los consuma?,
proponen a Jesús. Apelan a la violencia en nombre de Dios para
resolver las diferencias y problemas de la convivencia humana. Jesús reacciona
como lo hizo frente al tentador en el desierto.
Su
camino no coincide con las expectativas humanas de éxito y supremacía, que
generan muchas veces hostilidad entre los grupos humanos. No admitió ninguna
forma de violencia. Al contrario, quiso eliminarla de raíz. Él no trae un fuego
que extermina a los enemigos y adversarios, sino el amor que perdona y une a
las personas. El celo sin discernimiento es el principio de todas las hogueras
de todos los tiempos, contradice al espíritu de Cristo y destruye su obra. Hay
aquí, por tanto, una clara llamada de Jesús a la tolerancia, a la amplitud de
miras y a lo que hoy llamamos el espíritu de ecumenismo.
Probablemente
Lucas escribe este texto pensando en las dificultades y polémicas que surgieron
en la primitiva Iglesia. Quiere exhortarnos a evitar que las diferencias se
conviertan en causa de división y a que procuremos forjar la unión verdadera,
que se da con el respeto a las diferencias. Jesús es el único Maestro y todos
somos discípulos. Es Él quien debe crecer y no mi grupo, mi corriente, mi modo
de pensar.
Apropiarse
de Cristo, creer que sólo quienes piensan como nosotros lo hacen rectamente,
eso suele ser causa de actitudes de intolerancia, exclusión y acepción de
personas, que dañan profundamente el ser de la Iglesia. El evangelio nos cura
de toda tendencia al ghetto, al círculo cerrado, a la crispación sectaria, a la
postura intransigente y al gesto discriminador. Libre, por encima de todo
aquello que a los hombres nos apasiona y divide en bandos, Jesús alienta en
nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón, espíritu
universal para abrazar, respetar y estimar a todos los que, aun sin pensar como
yo, buscan servir con buena voluntad.
Tolerancia,
amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes eminentemente
eclesiales, constituyen el ser íntimo de la comunidad de la Iglesia. Y no
debemos olvidar que: «Sólo hay una
cosa que en el plano humano puede establecer la unidad en la Iglesia: el amor,
que permite al otro ser de otra manera, aunque no logre “comprenderlo”» (Karl Rahner).
El mensaje del texto es claro y conciso.
Si la norma básica de la comunidad cristiana es el amor fraterno universal,
porque todos son hijos o hijas de Dios, automáticamente queda anulado todo
integrismo intolerante y excluyente frente a “los otros”. El
cristiano, que rige su conducta con el
mandamiento del amor, se muestra libre para reconocer y apreciar con agrado los
valores y talentos que ve en los miembros de otros grupos o familias religiosas
y, sobre todo, para dar gracias a Dios por el bien que hacen.
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