P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "No hay árbol bueno que produzca frutos malos, ni árbol malo que produzca frutos buenos. Cada árbol se conoce por sus frutos. No se recogen higos de las zarzas, ni se cortan uvas de los espinos.
El hombre bueno dice cosas buenas, porque el bien está en su corazón; y el hombre malo dice cosas malas, porque el mal está en su corazón, pues la boca habla de lo que está lleno el corazón.
¡Por qué me dicen 'Señor, Señor', y no hacen lo que yo les digo? Les voy a decir a quién se parece el que viene a mí y escucha mis palabras y las pone en práctica. Se parece a un hombre, que al construir su casa, hizo una excavación profunda, para echar los cimientos sobre la roca. Vino la creciente y chocó el río contra aquella casa, pero no la pudo derribar, porque estaba sólidamente construida.
Pero el que no pone en práctica lo que escucha, se parece a un hombre que construyó su casa a flor de tierra, sin cimientos. Chocó el río contra ella e inmediatamente la derribó y quedó completamente destruida".
Jesús ha señalado las características de los falsos guías y maestros:
su ceguera por su falta de misericordia, su hipocresía por su pretensión de
protagonismo, el erigirse en jueces de los demás por creerse los puros. Ahora señala
el origen de todo eso: el corazón, cuya bondad o malicia se conoce por las
actitudes que genera. No hay árbol bueno
que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos.
La peor malicia es la del corazón endurecido, petrificado, que no siente
y no reconoce su propio mal y por eso no se hace objeto de la misericordia; no
siente que la necesita. Naturalmente, tampoco tendrá misericordia de los demás.
El origen de la misericordia y de las buenas acciones radica en el corazón. El
corazón bueno lleva a ver las cosas buenas, el corazón malo se fija sólo en lo
malo. Reconocer la propia necesidad de cambiar nuestro interior es fundamental.
Por eso pedimos: Crea en mí, oh Dios, un
corazón nuevo (Sal 51, 10). La persona advierte entonces que la
misericordia de Dios puede curar sus malas actitudes, siente su amor indulgente,
y esto la abre a la comunión con su prójimo, a quien debe perdón.
No
basta decir Señor, Señor. Jesús descalifica las expresiones
de fe que se quedan en peticiones y alabanzas, pero no van acompañadas de acciones
buenas que demuestren que la persona busca ante todo hacer la voluntad de Dios
y no la suya propia. Puede, en efecto, hacer muchas obras buenas por propia
iniciativa y voluntad, pero sin buscar primero lo que Dios realmente le pide.
No basta con orar ostensiblemente, invocar a Dios con aparente sinceridad, si
no se tiene la actitud de servicio, que demuestra la autenticidad de la oración.
La oración debe llevar a conocer lo que el Padre quiere de nosotros, y
disponernos a ponerlo en práctica. No basta decir “Señor, Señor”, la verdadera fe
pasa por el corazón y se verifica en el amor a los demás.
En la parábola que viene a continuación, Jesús contrapone las
consecuencias que trae el practicar o no practicar sus enseñanzas. Para lo primero,
emplea la comparación de un constructor calificado de “prudente”, que edificó
su casa sobre cimiento firme, de roca. Cuando el río se desbordó y las aguas
chocaron contra ella, la casa se mantuvo firme por el fundamento que tenía. Para
lo segundo, describe el proceder del “necio”, que construyó sobre suelo
arenoso. Se produjo una inundación y la
casa no pudo sostenerse, quedando convertida en ruinas. El discípulo está advertido.
No basta tener buenas ideas, hay que llevarlas a la práctica. Importa saber las
enseñanzas, pero más decisivo es cumplirlas. Hay que interiorizar, pero también exteriorizar la fe con obras de amor
y justicia, eso es lo que el Padre quiere.
Pero para que la ética del deber esté bien orientada, hay que
ponerle corazón. Corazón y acción constituyen la máxima expresión de acogida
del mensaje de Jesús. Jesús habla a la razón, pero toca también los
sentimientos y los afectos, sin los cuales la práctica de los principios
morales no dura porque resulta una imposición venida de fuera. El evangelio
abraza y dinamiza a la persona en su integridad. Ofrece verdades que orientan
al buen vivir y que, si se escuchan con el corazón (afecto, sentimiento),
arraigan en la conciencia como convicciones personales profundas.
El establecimiento del vínculo entre el corazón –centro íntimo de
la persona, origen de los sentimientos y afectos–, y el comportamiento exterior
–el obrar y el hablar–, no es tarea de un día, equivale al proceso de
desarrollo del individuo como persona adulta, autónoma y responsable.
A medida que la conciencia va siendo iluminada y purificada por
la Palabra, la conducta de la persona va
demostrando un comportamiento, un obrar, cada vez más auténtico para su propio
bien y el de los demás. Sus decisiones y sus actos ya no responden únicamente a
un código de normas, sino que dejan traslucir lo que su corazón ama y desea. La
libertad de autodominio y responsabilidad se verifica en ese centro interior
que llamamos “corazón”.
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