P. Carlos Cardó SJ
Un día, surgió entre los discípulos una discusión sobre quién era el más grande de ellos. Dándose cuenta Jesús de lo que estaban discutiendo, tomó a un niño, lo puso junto a sí y les dijo: "El que reciba a este niño en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe también al que me ha enviado. En realidad el más pequeño entre todos ustedes, ése es el más grande".
Entonces, Juan le dijo: "Maestro, vimos a uno que estaba expulsando a los demonios en tu nombre; pero se lo prohibimos, porque no anda con nosotros".
Pero Jesús respondió: "No se lo prohíban, pues el que no está contra ustedes, está en favor de ustedes".
Los dos últimos episodios de la
actividad de Jesús en Galilea que pone el evangelio de San Lucas, se centran en
la enseñanza sobre el comportamiento de los discípulos entre sí y las
condiciones para entrar en el reino de Dios.
Jesús habla a sus discípulos de su
camino de cruz, que sólo se entiende como la culminación de una vida entregada
al bien de los demás; pero sus palabras caen en el vacío porque ellos andan
preocupados por saber quién es el más importante en el grupo. Entonces Jesús toma
a un niño y lo pone a su lado para que sus discípulos entiendan que la grandeza
a la que deben aspirar no es la que el mundo les enseña, sino la propia de la
condición del niño, que representa lo más débil en la sociedad. Con él Jesús se
identifica y le confiere la más alta distinción.
Hijo de Dios, enviado del Padre,
no ha buscado para realizar su misión el prestigio y el poder de este mundo,
sino que se ha identificado con la condición de los niños, que en la sociedad judía
de entonces formaban parte de la categoría social de los sin derechos y de los
que no contaban.
Por eso quiere hacerles comprender
a sus discípulos que acogerlo y apreciarlo a Él implica acoger solidariamente a
aquellos que constituyen el polo débil, indefenso e insignificante de la
sociedad humana; este es el criterio para saber si realmente se acepta y acoge
a Jesús, porque con ellos Él se identifica. Además, sin esta actitud, las
relaciones dentro del grupo de los discípulos y con los demás no serán como
deben ser, es decir, no serán un referente eficaz para la organización de la
sociedad.
La importancia de esta enseñanza
se resalta dentro del contexto. Jesús ha venido advirtiendo a los Doce lo que
le va a pasar en Jerusalén adonde se dirigen. Ha intentado hacerles ver la
lógica diferente que le mueve a ver en la entrega de su vida la realización del
plan de su Padre y su propia realización como salvador del mundo. Ha querido
que esa lógica fuera asumida por ellos como su nuevo modo de pensar y de organizar
la vida.
Pero mientras Él les habla de
entrega y sacrificio, ellos siguen pensando en lo contrario, discutiendo sobre
quién será el más importante del grupo. Están igual que Pedro, a quien –según
Mateo y Marcos– le dijo Jesús: ¡Colócate
detrás de mí, Satanás! Eres para mí un obstáculo, porque no piensas como Dios,
sino como los hombres (Mt 16, 23; Mc 8,33). Esta dificultad para pasar de
la manera de pensar de los hombres a la de Dios es la razón de fondo de la ceguera
y falta de comprensión que mantuvieron los discípulos hasta el final respecto a
la enseñanza de su Maestro. Había en ellos ambición, búsqueda de poder y deseo
de protagonismo. Por eso su ofuscación frente a lo que Jesús les decía y la rivalidad
que había entre ellos en el grupo.
Puso
al niño junto a él, Marcos dice: lo puso en
medio de ellos y lo abrazó (Mc 9,36; Cf. Mt 18, 2), como para que los
discípulos fijen sus ojos en él y en quienes representa, porque viéndolos a
ellos, lo verán a Él. Aquí entonces no se trata de hacerse niños para poder
entrar en el reino de Dios, de lo cual hablará más tarde (Cf. Lc 18, 16; Mc 10, 14; Mt 19,13), sino de
la condición para acoger verdaderamente a Jesús, que consiste en acoger al niño,
a los pequeños y a los débiles: El que
acoge a este niño a mí me acoge.
Finalmente, señalando directamente
a lo que Él es y al origen de su misión, añade Jesús: El que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado. Con estas
palabras afirma la peculiar relación que le une a Dios como su Padre, de quien
procede y de quien recibe –con plena adhesión y conformidad de su parte– el
sentido y dirección de todo lo que Él dice y realiza, hasta la orientación de
su vida hacia la muerte y resurrección.
Queda claro que sólo puede
comprenderse el destino de cruz del Hijo del hombre si se parte de una lógica
diferente en el modo de pensar la propia realización personal, las relaciones
dentro de la comunidad cristiana y la organización de la sociedad. La persona
logra una existencia plena de sentido en su entrega a los demás y en su acción
solidaria en favor de los pequeños; la autoridad dentro de la Iglesia es
servicio, no puede fundarse en cargos, prestigio y poder; la sociedad se ha de
organizar no en función de los intereses particulares de grupo, sino en función
de la integración y promoción de todos, en especial de los más necesitados. Eso
es lo que quiere Dios y lo que enseña Jesucristo.
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