P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los aborrecen, bendigan a quienes los maldicen y oren por quienes los difaman. Al que te golpee en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica. Al que te pida, dale; y al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Traten a los demás como quieran que los traten a ustedes; porque si aman sólo a los que los aman, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacen el bien sólo a los que les hacen el bien, ¿qué tiene de extraordinario? Lo mismo hacen los pecadores. Si prestan solamente cuando esperan cobrar, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores prestan a otros pecadores, con la intención de cobrárselo después.
Ustedes, en cambio, amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar recompensa. Así tendrán un gran premio y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno hasta con los malos y los ingratos. Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso.
No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den y se les dará: recibirán una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante en los pliegues de su túnica. Porque con la misma medida con que midan, serán medidos".
El mensaje sobre el amor a los enemigos es una de las aportaciones
más decisivas del cristianismo a la historia de la humanidad. Bendigan a los que los maldicen, oren por
los que los injurian. Pero el cristiano sabe que practicarlo sólo es
posible con la ayuda de la gracia y con la firme voluntad de fiarse del
comportamiento de Jesús, que no sólo habló del perdón sino que lo practicó y
murió perdonando a sus verdugos (Lc 23,34).
El comportamiento y enseñanza de Jesús fueron muy claros al
respecto: Él no hizo otra cosa que mostrarnos el rostro de un Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos, y
manda la lluvia sobre justos e injustos, porque ama a todos sin distinción
de personas (Mt 5,45). Él nos hizo
ver que, no solamente llevamos una inclinación al mal sino que pecamos muchas
veces pero, no obstante, el Padre del cielo nos perdona y restablece.
Nos puso, por tanto, en la perspectiva del amor de Dios para que procuremos
en todo actuar como Él actúa: Sean
compasivos como su Padre es compasivo. Nos hizo ver que Dios es amor (1 Jn 4,8.16) y que la esencia del amor
divino está precisamente en la compasión y misericordia, que muestra a todos y
le lleva a ir más allá de la justicia.
Por tanto, Dios es quien nos capacita para amar así a los demás,
porque Él nos amó primero (1 Jn 4,19).
Y cuando finalmente nos decidimos a imitar al Padre, porque experimentamos su
amor en nosotros, entonces ya no son una carga insoportable las enseñanzas de
Jesús y se nos convierten en buena
noticia y en principio seguro de actuación.
Por eso es un imperativo para nosotros apoyar todo proceso de
perdón. Del odio y de la desesperanza no sale nada bueno. El odio y la desesperanza
van contra las leyes de la vida y ofenden al Creador.
Mucho
tenemos que hacer todavía para inculcar la importancia del valor del perdón en la
formación de personalidades sanas, condición básica para una humana convivencia
en sociedad. Con frecuencia se piensa que el perdón es algo propio de débiles o
una actitud puramente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una
manera sana, para poder humanizar los conflictos y para romper la espiral de la
violencia. No es dejar de lado
la justicia, es no “tomarte la justicia por tu mano”, no practicar la
ley del talión.
El
perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Asimismo, supone los
naturales sentimientos de disgusto, de enfado y de indignación ante la
injusticia. Pero justamente ahí donde podría tener cabida el odio, el rencor y
la venganza, “instintos de muerte” que dañan a quien se deja atrapar por ellos
y llevan el germen de la destrucción, la actitud del perdón abre la posibilidad
de restablecer unas relaciones verdaderamente humanas con el cese de la
persistente amenaza. Con estos sentimientos negativos damos poder de seguir
haciéndonos daño a quien nos ha ofendido, manteniendo abierta la herida
producida en el pasado.
La
justicia de Jesús no consiste en restablecer la paridad, según la norma: quien la hace la paga. Jesús nos enseña una
justicia superior, propia de quien ama, que se sabe en deuda con todos: al adversario
le debe reconciliación; al pequeño y al pobre le debe solidaridad; al perdido
el salir en su búsqueda; al culpable la corrección; al deudor la condonación de
la deuda. Es la disparidad de la justicia divina, que es hecha de misericordia,
gracia y perdón. Esta justicia es la que nos lleva en definitiva a creer en la
persona y en su capacidad de regeneración y de cambio.
Esta acertada intuición la tuvieron todos aquellos que, a ejemplo
de Jesús, no permitieron que el mal hiciera presa de ellos y se negaron a
devolver mal por mal, porque se aventuraron en “un camino que es más excelente
que todos los demás”, según la expresión de san Pablo (1Cor 12,31): el camino del amor incondicional a este mundo, a la
humanidad pecadora y sufriente, y a Dios.
Quizá
no hayamos tenido que hacer nunca o no tengamos que llegar en el futuro a un
acto heroico de perdón, afortunadamente. Pero podemos practicar el perdón en
todas las pequeñas humillaciones,
decepciones, malentendidos, ingratitudes y abusos, que la vida ordinaria trae
consigo. Por eso oramos a nuestro Padre como el Señor nos enseñó: “perdónanos
nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”.
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