P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús fue a la casa del fariseo y se sentó a la mesa.
Una mujer de mala vida en aquella ciudad, cuando supo que Jesús iba a comer ese día en casa del fariseo, tomó consigo un frasco de alabastro con perfume, fue y se puso detrás de Jesús, y comenzó a llorar, y con sus lágrimas bañaba sus pies; los enjugó con su cabellera, los besó y los ungió con el perfume.
Viendo esto, el fariseo que lo había invitado comenzó a pensar: "Si este hombre fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando; sabría que es una pecadora".
Entonces Jesús le dijo: "Simón, tengo algo que decirte".
El fariseo contestó: "Dímelo, Maestro".
Él le dijo: "Dos hombres le debían dinero a un prestamista. Uno le debía quinientos denarios, y el otro, cincuenta. Como no tenían con qué pagarle, les perdonó la deuda a los dos. ¿Cuál de ellos lo amará más?".
Simón le respondió: "Supongo que aquel a quien le perdonó más".
Entonces Jesús le dijo: "Has juzgado bien". Luego, señalando a la mujer, dijo a Simón: "¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no me ofreciste agua para los pies, mientras que ella me los ha bañado con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me diste el beso de saludo; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besar mis pies. Tú no ungiste con aceite mi cabeza; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por lo cual, yo te digo: sus pecados, que son muchos, le han quedado perdonados, porque ha amado mucho. En cambio, al que poco se le perdona, poco ama". Luego le dijo a la mujer: "Tus pecados te han quedado perdonados".
Los invitados empezaron a preguntarse a sí mismos: "¿Quién es éste que hasta los pecados perdona?".
Jesús le dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado; vete en paz".
La casa puede simbolizar a la Iglesia que reúne a justos y
pecadores, o a sus miembros e instituciones que pueden también acogen a Jesús
con la frialdad del fariseo Simón. Ella y cada uno de nosotros necesitamos la
enseñanza acerca del perdón y del mayor amor.
Una mujer se acerca. Eso solo era ya un hecho que podía parecer
desconcertante, inconveniente, hasta escandaloso en la cultura judía de
entonces. Sin identidad propia, se la conoce como pecadora pública. Prostituta,
vende su cuerpo por dinero. A nadie le interesan las tribulaciones, carencias y
vacíos que la marcaron desde la infancia, ni la desesperada situación económica
que la arrastra a vender su cuerpo. Para el mundo es una perdida. Para los
judíos es una impura, excluida. Para Jesús, una oveja herida que reclama su
amor comprensivo y solícito. Jesús revela a un Dios que busca lo perdido. Por
eso dirá repetidas veces: Yo no he venido a buscar a justos sino a
pecadores…
Frente a ella se sitúa el fariseo Simón, que ha invitado a Jesús. Probablemente
se le tiene por hombre probo y nadie advierte (o no quieren advertir) que también
él es un pecador que peca de prostitución porque prostituye la religión: ofrece
buenas obras, rezos, acciones de culto, para ganarse la benevolencia de Dios. Intenta
comprarlo con las obras de la ley. Vive en la presunción de la propia justicia.
Conoce sólo el mérito, no reconoce la deuda que tiene contraída y el amor con
que se alcanza el perdón. Quiere merecer el amor de Dios. No sabe que el amor
es gratuito.
Pero a ambos ama el Señor. A ambos invita a abrirse a la misericordia.
En el fariseo hay extrañeza, desdén, escándalo. En la mujer, hay
determinación, generosidad, ternura. En Jesús, complacencia, agrado, alegría y
aprobación plena por ella.
La mujer se presentó con un vaso de alabastro lleno de perfume
para honrar a Jesús. Por su parte Jesús, que siempre aparece como el que da, ahora
aparece recibiendo: alguien le da algo, una mujer que se siente libre para agradecer
el amor que el Señor le ha mostrado en su vida.
La mujer llora y humedece los pies del Señor con sus lágrimas. Se puede
pensar que es por el remordimiento de la vida que ha llevado. Pero hay algo más
en su forma de llorar. Su llanto es apacible, sereno, consolador, casi llanto
de alegría; es llanto de amor por Jesús.
Y el fariseo se escandaliza. Pero no le escandaliza que esa mujer
actúe así, sino que el Maestro lo consienta y lo apruebe.
Jesús, entonces, propone a Simón la parábola de los dos deudores.
Todos somos deudores de Dios: mi vida, mis bienes y, sobre todo, lo que me ha
perdonado –y que sólo Él y yo sabemos…–. Quien reconoce que ha recibido el don
mayor, amará más. Quien tiene contraída la mayor deuda, por haber recibido un
perdón mayor, se siente amado más. Por eso, mostrará más amor. El núcleo de la
parábola está en la relación entre los dos verbos: perdonar y mostrar más amor.
Se me ha perdonado más, muestro más amor.
Gratitud es reconocer la vida como un regalo de amor, no como una
deuda que tengo que pagar. El pecado es falta de amor agradecido. El pecador no
ama, lo que hace es procurar ganarse méritos, pagar y comprar con buenas
acciones. Así, es capaz de llevar una vida pródiga de obras, que despiertan la alabanza
de quienes las ven, pero que no manifiestan amor verdadero. Toda la vida
religiosa se convierte en un continuo pagar, merecer y comprar. Puedo repartir mis bienes entre los
necesitados, tener una fe como para mover montañas, entregar incluso mi cuerpo
a las llamas si no tengo amor, de nada me sirve (1 Cor 13).
El perdón procede del amor. Dios nos ha perdonado primero por puro
amor. Nuestro amor es la respuesta a esa gracia que se me ha concedido. Por
eso, esta mujer ama más que el fariseo: porque ella sí se ha sentido amada y ha
reconocido el amor.
Toda religión y toda ética buscan que las personas sean mejores y
pequen menos. El cristianismo va mucho más allá y cambia la cuestión: No simplemente
que sean mejores y pequen menos, sino que amen más. Porque reconozco que Dios
me ha amado, no puedo hacer otra cosa que poner amor en mi vida.
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