P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaban Galilea, pero él no quería que nadie lo supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le darán muerte, y tres días después de muerto, resucitará".
Pero ellos no entendían aquellas palabras y tenían miedo de pedir explicaciones. Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntó: "¿De qué discutían por el camino?".
Pero ellos se quedaron callados, porque en el camino habían discutido sobre quién de ellos era el más importante.
Entonces Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: "Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos".
Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: "El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe. Y el que me reciba a mí, no me recibe a mí, sino a aquel que me ha enviado".
Jesús
instruye a sus discípulos sobre su destino de cruz, pero no lo entienden.
Se ponen más bien a discutir quién es el más importante en el grupo. El
deseo de ser apreciado es natural; su realización asegura la confianza que la
persona necesita para progresar y perfeccionarse. Más aún, Dios quiere que los
talentos que Él nos da fructifiquen en las mejores formas de servicio que
podemos ofrecer. Pero sobre este deseo natural y esta voluntad de Dios, se
puede montar el afán de sobresalir, el arribismo, que ya no busca el mejor
servicio sino la propia gloria y el propio beneficio.
Jesús aprovecha la ocasión para enseñar el modo como se ha de ejercer
la autoridad. Sólo es lícito ejercerla como servicio, nunca para dominar a los
demás, lucrar o servirse a sí mismo. A los ojos de Dios el primero es el que
mejor sirve. Y si este servicio se hace a los débiles y a los últimos de la
sociedad, tanto mejor.
Así se comportó Jesús y en su modo de actuar nos mostró cómo actúa
Dios. Esta lógica del servicio, que invierte los valores del mundo, adquiere
toda su densidad de significado en el hecho palpable de que Jesús, siendo el
primero, prefiere aparecer y ser tenido como el último y el servidor de todos.
A
continuación Jesús ilustra la relación que hay entre el poder y la salvación
con el gesto de poner a un niño en el centro y afirmar: El que acoge a un
niño como éste en mi nombre, a mí me acoge. En la sociedad judía, el
huérfano, la viuda, el extranjero y el niño, estaban privados de derechos; para
Jesús, son los más importantes.
Los
niños nada poseen. Son y llegan a ser lo que se les da. A los niños y a quienes
se les asemejan, les pertenece el Reino. Porque no tienen su seguridad en sí
mismos y viven sin ambiciones, su vida está pendiente del don de Dios. Por no
tener nada y necesitarlo todo, los niños son los últimos. Porque todo en sus
vidas depende de Dios, son los primeros en su corazón. Nada poseen; Dios es
todo para ellos. Por eso Jesús se identifica con los pequeños de este mundo: Quien acoge a uno de estos pequeños, a mí
me acoge.
La lección es clara: La persona vale no por el poder que tiene,
sino por su amor y servicio, sobre todo a los que más necesitan de su ayuda en
la sociedad. Quienes así actúan tienen como norma de vida el ejemplo de Jesús
que manifestó una atención preferencial para con los enfermos, los pobres y los
pecadores y una especial predilección por los pequeños.
Y convenzámonos: no hay nada más satisfactorio que saber que nuestra
vida está entregada al bien de los demás. Por eso, quien quiera ser el mayor, que
se sitúe en su familia, en su centro de trabajo, en la sociedad donde mejor
pueda servir, porque muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán
primeros (Mc 10,31).
En la Iglesia, sobre todo allí donde ella es más lo que Cristo
quiso, es decir, en la celebración de la Eucaristía, nos reunimos. Allí no hay,
no puede haber, diferencias de rango ni
de poder. Partimos juntos el pan y cobramos fuerzas para resistir a los escándalos
que observamos en el ejercicio corrupto de la autoridad; nos ratificamos en
nuestro rechazo a todas las concepciones de la autoridad que desde la familia,
la escuela, la empresa, el Estado y aun la misma Iglesia, generan abusos y
sufrimientos; y aprendemos a fiarnos del Espíritu que transforma nuestros
corazones en el amor fraterno.
Por
el camino venían discutiendo acerca de quién era el más importante.
Jesús les dijo: El que quiera ser el
primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Mucho hay que
trabajar –como el Papa Francisco lo hace y nos exhorta– para reparar lo que la mentalidad
del mundo ha dañado en la Iglesia, para recuperar aquello que se ha alejado del
evangelio, para purificar o fortalecer lo que se ha corrompido o debilitado, para
cambiar todo lo que sea necesario a fin de que la Iglesia sea en verdad la
comunidad de hermanos y hermanas que Cristo quiere.
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