P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a los poblados de Cesarea de Filipo. Por el camino les hizo esta pregunta: "¿Quién dice la gente que soy yo?".
Ellos le contestaron: "Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que alguno de los profetas".
Entonces él les preguntó: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?".
Pedro le respondió: "Tú eres el Mesías". Y él les ordenó que no se lo dijeran a nadie.
Luego se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día. Todo esto lo dijo con entera claridad.
Entonces Pedro se lo llevó aparte y trataba de disuadirlo. Jesús se volvió, y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro con estas palabras: "¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres".
Después llamó a la multitud y a sus discípulos, y les dijo: "El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará".
Con este texto se inicia una parte importante del evangelio de
Marcos, la sección del camino que
concluye con la entrada de Jesús en Jerusalén (11,8). En ella se relata su
marcha hacia la pasión. Los apóstoles ocupan un lugar central porque Jesús se
dedica a ellos de modo especial para que entiendan el significado de la cruz. Quiere
hacerlos capaces de comprender que el Mesías debe realizar su misión salvadora
por medio de un amor entregado hasta la cruz. Y deben comprender asimismo que ser
discípulos suyos implica seguirlo en una existencia caracterizada por la
entrega de uno mismo.
En este contexto, tiene con ellos un momento de intimidad. Y les
pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo?
Ellos responden mencionando las distintas opiniones que la gente tiene de Él:
que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías venido a preparar la
llegada del Mesías, o que es
simplemente un profeta, sin mayor concreción.
A
continuación, Jesús les pregunta a ellos mismos: Y ustedes, ¿quién dicen que
soy yo? Quiere que se hagan
conscientes de su fe, que vean cuánto confían en Él, porque les espera una
prueba terrible. Entonces Pedro, tomando la palabra en nombre del grupo, le
contesta: Tú eres el Mesías (el
Cristo).
Si
uno lee el relato haciéndose presente en él (y ésta es la mejor manera de leer
la Palabra de Dios), podrá admitir que Jesús nos dirige también esa pregunta: “¿Quién
soy yo para ti?”. No sólo qué sabes de mí, ni qué haces por mí, sino quién soy yo para ti. Y esto es
fundamental porque seguir a Cristo no es asimilar una ideología, ni simplemente saber una doctrina o cumplir una moral,
sino tener con Él una relación personal. Por la
fe uno se relaciona con alguien que le sale al encuentro y le muestra lo
que ha hecho y sigue dispuesto a hacer por él. Uno descubre que, con Jesús, el
amor salvador de Dios ha comenzado ya a triunfar sobre la injusticia y maldad
del mundo, y que para que este amor se extienda y abrace a toda la humanidad, Él
cuenta con nuestra colaboración.
Después
de ordenar a los discípulos que no hablaran de Él porque la gente tenía una idea
muy distinta de lo que debía ser el Mesías, Jesús les advirtió claramente que “tenía que sufrir mucho, ser rechazado por
los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros, que lo
matarían y a los tres días resucitaría”. Es el primer mensaje que les hace
de su pasión.
Y
les resultó insoportable.
No
podían comprender que Jesús, el Mesías, el sucesor de David que habría de restaurar
la monarquía y dar gloria a Israel, acabaría rechazado por las autoridades
religiosas que lo matarían y a los tres
días resucitaría. Eran incapaces de recordar que así lo había presentado el
profeta Isaías en sus cantos sobre el Siervo de Dios.
Jesús
había asumido una forma de ser Mesías que no se acreditaba con un triunfo según
este mundo sino asumiendo el dolor, la opresión y la culpa de su pueblo,
conforme a un designio de Dios su Padre, con el que se identificaba plenamente.
Para que ningunos de sus hijos o hijas se pierda, Dios entrega a su propio Hijo
y éste, por su parte, asume como propio ese amor salvador, mostrándose
dispuesto a llevarlo hasta donde sea necesario, incluso hasta entrega su propia
vida por la salvación de sus hermanos y hermanas.
No hay mayor amor que el que da su
vida por sus amigos. Por consiguiente, no es que le
agrade a Dios ver sufrir a su Hijo (sería blasfemo pensar una cosa así) sino
que el mayor amor llega ineludiblemente
hasta la identificación con aquellos a quienes ama, hasta cargar con sus dolores,
asumir como propia su culpa y morir para que tengan vida. Este amor de Jesús
por nosotros, unido a su inquebrantable esperanza en su Padre, es lo que le hará
experimentar el triunfo de su vida sobre la muerte, la gloria de la
resurrección.
Pedro
no comprende. No puede admitir que su Maestro tenga que padecer. El destino del
Mesías es el triunfo, no la humillación del fracaso. Además, Pedro no está
dispuesto a verse involucrado en un final como el de su Maestro. Por eso, tomándolo aparte, comenzó a increparlo. Pero
Jesús lo reprende severamente a la vista de todos: ¡Apártate de mí, Satanás! Ponte detrás, tentador. Están los
pensamientos de Dios y los pensamientos de los hombres; y el discípulo
preferido aún no ha dado el paso.
En
adelante, el seguimiento de Jesús quedará definido como asumir su estilo de
vida con todas sus consecuencias. Así la vida de Jesús se prolongará en la del
discípulo.
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