P. Carlos Cardó SJ
Un sábado, Jesús atravesaba unos sembrados, y sus discípulos cortaban espigas, las desgranaban en las manos y se comían el grano.
Algunos fariseos les dijeron: «¿Por qué hacen lo que no está permitido hacer en día sábado?».
Jesús les respondió: «¿Ustedes no han leído lo que hizo David, y con él sus hombres, un día que tuvieron hambre? Pues entró en la Casa de Dios, tomó los panes de la ofrenda, los comió y les dio también a sus hombres, a pesar de que sólo a los sacerdotes les estaba permitido comer de ese pan».
Y Jesús añadió: «El Hijo del Hombre es Señor y tiene autoridad sobre el sábado».
El texto expone la contraposición de la ley y el Espíritu, la muerte
y la vida, la opresión y la libertad. Nos invita a revisar nuestra vida, pero
principalmente nuestra práctica de la fe, para procurar crecer en la libertad
interior de la que da ejemplo Jesús, “el hombre libre”, a fin de ser conducidos
por su Espíritu del amor y no por la obligación y simple sujeción a las normas.
El relato es muy sencillo. Los discípulos de Jesús atraviesan un
campo sembrado de trigo, arrancan espigas, las restriegan entre las manos y se
comen los granos. Pero eso está prohibido en sábado. Para Jesús, en cambio, no
significa nada porque Él trae el tiempo nuevo de la misericordia y de la
gracia, inaugura el sábado eterno de la comunión entre Dios y los hombres.
Por eso ha dicho, a propósito del ayuno que sus discípulos no
practican (Lc 5, 33ss), que ahora es
el tiempo de la boda y no se puede ayunar mientras el novio está presente; ya
llegará el día en que se les quitará al novio, entonces ayunarán. Jesús
inaugura y lleva a culminación el tiempo mesiánico, tiempo del banquete de las
bodas entre Dios y la humanidad.
Los fariseos ven a los discípulos de Jesús arrancando las espigas
y los critican: ¿Por qué hacen lo que no
está permitido en sábado? Ellos son los “puros”, que conocen ley en sus
mínimos detalles, pero no conocen a Dios. Oprimidos en la red de preceptos y prohibiciones
en que sus rabinos han desmenuzado la ley de Moisés (¡39 obras prohibidas en
sábado!), no imaginan cómo se puede amar y servir a Dios con libertad, no
entienden que una religión reducida a normas y prohibiciones sacrifica la vida,
el amor y la libertad; como dirá San Pablo: la ley se les convirtió en muerte
porque la letra de la ley mata, mientras
que el Espíritu da vida (2 Cor 3,5).
Jesús responde a los fariseos con el estilo rabínico de
argumentación a base de citas bíblicas (en este caso, 1 Sam 21, 2-7) para
demostrar que Él está por encima de la ley. Si David y su gente, cuando pasaron
hambre, entraron en el templo y comieron los panes de la ofrenda, que sólo
pueden comer los sacerdotes, es claro que la necesidad vital está por encima de
las leyes rituales. Al decir esto, Jesús se ponía por encima, no sólo del rey
David, sino del legislador que había dado aquellas normas. Al afirmar luego
rotundamente: El Hijo del hombre es señor
del sábado, expresó una pretensión inaudita. En efecto, si algo es superior
al sábado eso sólo es Dios; por consiguiente, si Jesús afirma su superioridad
sobre el sábado y sobre la ley, reclama para sí el mismo nivel de autoridad de
Dios.
Esto lo reconoce el teólogo judío, Jacob Neuser (Un Rabino habla con Jesús), citado por
Benedicto XVI en su libro Jesús de
Nazaret. «Ahora me doy cuenta de que lo que Jesús me exige, sólo me lo
puede pedir Dios», dice Neuser, y lo explica: Jesús no fue simplemente un
rabino reformador, que interpretó de un modo liberal las restricciones del
sábado… Jesús se ve a sí mismo como la Torá, como la palabra de Dios en
persona.
Esto tiene su fundamento y justificación en la pretensión de Jesús
de ser, junto con la comunidad de sus discípulos, el origen y centro de un
nuevo Israel. El cambio de la estructura social, es decir, la transformación
del «Israel eterno» en una nueva comunidad y la reivindicación de Jesús de ser
Dios, están directamente relacionadas entre sí. Si Jesús es Dios, tiene el
poder y el título para tratar la Torá como Él lo hace. Sólo en este caso puede
reinterpretar el ordenamiento mosaico de los mandamientos de Dios de un modo
tan radical, como sólo Dios mismo, el Legislador, puede hacerlo.
Volviendo al texto de Lucas (o a sus paralelos de Mc 2, 23-28 y Mt
12,1-14), hay que reconocer que, implícitamente, se presenta a Jesús con los atributos
de Mesías davídico, sacerdote, Dios con nosotros, Emmanuel. David es el rey
santo que prefigura al Mesías-rey; Jesús es descendiente suyo, heredero de su trono,
pero el que lleva a plenitud la profecía del reinado de Dios.
Se menciona la casa de Dios, y Jesús dirá que su cuerpo es el
nuevo templo, que no podrá ser destruido. Jesús es la morada de Dios entre
nosotros, en su humanidad se encarna el Hijo eterno del Padre, habita en Él la
plenitud de la divinidad corporalmente (Col
2, 9).
David y su gente comieron los panes de la ofrenda, que no eran más
que un recordatorio de la providencia con que Dios sostenía a su pueblo, y un
tímido símbolo del verdadero pan de vida que Jesús dará con su cuerpo entregado
y hecho comida de vida eterna. Los sacerdotes eran los que tenían acceso a la
casa de Dios, pero con Jesús se abre para todos el acceso a Dios, como dice el
autor de la carta a los Hebreos (9, 11-12): Cristo
vino como el sumo sacerdote que nos consigue los nuevos dones de Dios, y entró
en un santuario más noble y más perfecto, no hecho por hombres, es decir, que
no es algo creado. Y no fue la sangre de chivos o de novillos la que le abrió
el santuario, sino su propia sangre, cuando consiguió de una sola vez la
liberación definitiva.
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