P. Carlos Cardó SJ
Parábola del administrador sagaz, ilustración de
Jan Luyken en Bowyer Bible, Bolton, England, primera mitad del siglo XIX, museo
Bolton, Lancashire, Inglaterra
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Había una vez un hombre rico que tenía un administrador, el cual fue acusado ante él de haberle malgastado sus bienes. Lo llamó y le dijo: “¿Es cierto lo que me han dicho de ti? Dame cuenta de tu trabajo, porque en adelante ya no serás administrador”. Entonces el administrador se puso a pensar: “¿Qué voy a hacer ahora que me quitan el trabajo? No tengo fuerzas para trabajar la tierra y me da vergüenza pedir limosna. Ya sé lo que voy a hacer, para tener a alguien que me reciba en su casa, cuando me despidan”. Entonces fue llamando uno por uno a los deudores de su amo. Al primero le preguntó: “¿Cuánto le debes a mi amo?”. El hombre respondió: “Cien barriles de aceite”. El administrador le dijo: “Toma tu recibo, date prisa y haz otro por cincuenta”. Luego preguntó al siguiente: “Y tú, ¿cuánto debes?”. Este respondió: “Cien sacos de trigo”. El administrador le dijo: “Toma tu recibo y haz otro por ochenta”. El amo tuvo que reconocer que su mal administrador había procedido con habilidad. Pues los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz».
Se acusa al
administrador de malgastar los bienes de su patrón. Pero no se dice, en
concreto, si esta mala administración es por negligencia, por estafa, o por imprudencia.
Por eso algunos comentaristas suponen
que ha sido un «desaprensivo», es decir, ha actuado sin atenerse a las reglas o sin tener en cuenta los derechos de los demás. El
hecho es que el administrador no se defiende ni ruega al propietario que lo
perdone y lo mantenga en su puesto (cf. Mt
18,26).
Se sabe que,
en la Palestina del tiempo de Jesús y en general en Medio Oriente, era común que
un terrateniente residiera en otra región y encomendara a un administrador la
gerencia de sus propiedades. El administrador debía ser un hombre competente y
de confianza porque representaba al propietario y podía realizar toda clase de
transacciones, como alquilar tierras, dar créditos avalados por las cosechas, fijar
los intereses y aun liquidar deudas. Se sabe también que el administrador
recibía una comisión por los préstamos que hacía y que en el recibo o aval
fiduciario que entregaba al deudor figuraba su comisión junto con el monto del
préstamo y los intereses. Esa práctica era habitual en el antiguo Medio Oriente.
¿Por qué alaba
el propietario al administrador? Es obvio que no podía aprobar una falsificación
de cuentas realizada por su propio gerente, lo cual además implicaba una
violación directa de la ley judía. Lo que el dueño elogia es la sagacidad de su
administrador que, para congraciarse con los deudores, les hace escribir un
nuevo «recibo» (poniendo en vez de cien barriles de aceite el valor de
cincuenta y en vez de cien sacos de trigo sólo ochenta), eliminando así la comisión
que solía cobrar y probablemente también los intereses, que él mismo fijaba.
Sólo así su
conducta mereció la alabanza de su jefe. De modo que la parábola no aprueba
ningún tipo de irregularidad administrativa ni menos la estafa por
falsificación de cuentas, sino la perspicacia con que supo actuar el gerente,
renunciando incluso a lo que era suyo, para tener quien le ayude al quedarse
sin trabajo.
La aplicación
de la parábola es clara: frente a las exigencias del Reino de Dios, el
cristiano no puede actuar irreflexivamente, sino que tiene que calcular bien las
consecuencias que le puede acarrear la vida que está llevando, y estar
dispuesto incluso a renunciar, si es preciso, a sus posesiones materiales. Los hijos de este mundo son más sagaces que
los hijos de la luz, dice Jesús. Aquellos persiguen objetivos bajos y
rastreros; los cristianos tendemos a una meta mucho más elevada: el Reino, su
justicia, la salvación; pero con frecuencia no ponemos todos los medios adecuados
para ello.
El poner los
medios adecuados tiene especial importancia en lo referente a la administración
de los bienes materiales: desde el punto de vista evangélico son dones
recibidos, que se han de distribuir y no acumular únicamente para el propio
provecho, porque eso es egoísmo e injusticia.
El mundo no
se rige con criterios así. Lucas, el evangelista de los pobres, lo sabe y
observa, además, que quienes oyeron esta enseñanza la rechazaron: estaban
oyendo estas cosas unos fariseos, amantes de las riquezas, y se burlaban de él (v.14). No entendieron el
mensaje de Jesús. Los que siguen al mundo tienen como único interés el propio
lucro, y la propia satisfacción. Los que siguen a Cristo han de proceder con
otros criterios, según los cuales se ganarán amigos por poner los bienes de
este mundo al servicio de los demás.
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