P. Carlos Cardó SJ
Dios padre, óleo sobre lienzo de Giovanni
Francesco Barbieri, Il Guercino (1635 – 1640 aprox.), Museo Nacional de
Varsovia, Polonia
|
En aquella ocasión Jesús exclamó: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues así fue de tu agrado. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera dar a conocer».«Vengan a mí los que van cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana».
Este trozo del evangelio de San
Mateo consta de dos partes. La primera contiene el llamado grito de júbilo de
Jesús (11,25-27). Hay quien afirma
que estos versículos son quizá los más importantes de los evangelios sinópticos.
La segunda parte se centra en la invitación de Jesús a participar en su
experiencia vital del Padre, con la cual se aligera el yugo que podrían parecer sus enseñanzas y mandatos. (11,28-30).
En la primera parte tenemos una típica
oración de Jesús a su Padre. Resalta
la intimidad con que se dirigía a Dios, llamándole Abbá. Pronunciada con
toda su resonancia aramea, esta palabra expresa el gozo y la confianza del niño
al comunicarse con su padre. Abbá, con esta palabra tierna
y primordial para quien la pronuncia y para quien la escucha, Jesús expresa el
misterio insondable de Dios con la máxima cercanía que un hombre es capaz de experimentar,
la intimidad que le une a su padre. Con ella también Jesús expresa la
conciencia que tiene de sí mismo como alguien que no se entiende sino en
referencia a Dios como padre suyo.
Jesús
reconoce que su Padre tiene una voluntad que debe cumplirse. Consiste en el
establecimiento de su reinado, que ya ha comenzado pero todavía no ha llegado a
plenitud en su relación con nosotros y con la realidad del mundo. Lo podemos
ver en la acción de quienes se dejan conducir por la fuerza del Espíritu, y es
el objeto de nuestra esperanza, pues culminará al final de los tiempos cuando
Dios sea todo en todos.
La
revelación de su ser Padre y la venida de su reino, Dios las ofrece como un don
(gracia). La reciben los pequeños y los pobres, los de corazón sencillo y los
humildes, pero permanece oculta a los sabios y entendidos de este mundo. Los
pequeños y los pobres de espíritu son los que viven del deseo de la ternura de
Dios, anhelan que se vuelva a ellos y los salve. Los sabios y entendidos, en
cambio, no esperan más que lo que ellos son capaces de producir, no reconocen
su necesidad de reconciliarse, se quedan llenos de sí mismos pero no de Dios.
Jesús
se alegra de que el amor del Padre por todos sus hijos se haya revelado ya y todo
aquel que lo acoge alcanza el poder de realizarse plenamente como hijo de Dios.
En ese
contexto, dice Jesús: “¡Vengan
a mí los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré!”.
Cansados y agobiados vivían los judíos a causa de la religión de la ley, sin la
libertad de los hijos de Dios. Agobiado está quien no tiene otra actitud que la
del temor servil, que lleva a cumplir la ley moral por el temor al castigo o la
esperanza de premios. Una religión legalista es fatiga y opresión y se
convierte en muerte porque degenera en la hipocresía y en el orgullo del hombre
por sus obras. El amor cristiano, en cambio, lleva incluso a curar a un enfermo
en día sábado y a sentarse a la mesa con publicanos y pecadores. Este amor
produce gozo y descanso, es justicia nueva, hace posible vivir la vida misma de
Dios que es amor.
“Y yo los aliviaré”. Él dará reposo a nuestras mentes y corazones
agitados. El reposo de saberme amado por Dios tal como soy; el sosiego de saber
que tenemos un lugar en la casa del Padre; la seguridad de que donde mis
fuerzas terminan, ahí comienza el trabajo de Dios; la certeza de que ni
siquiera el poder de la injusticia y de la muerte de que es capaz el ser humano sobre la
tierra podrá impedir la llegada del reino, porque el mundo, creado bueno por
Dios, pero maltratado y herido por la maldad humana, ha sido amado, salvado y
asumido en la carne de ese hombre perfecto, que es Jesús de Nazaret, el Hijo de
Dios resucitado.
La ley
del amor que Él nos da no es carga que oprime. Mi yugo es suave y mi carga es
ligera, nos dice. Su nueva ley del amor es la verdad que libera, porque nos
hace vivir en autenticidad, capaces de alegría y creatividad, de grandeza de
ánimos y corazón ensanchado.
Vengan
a mí… aprendan de mí que soy sencillo y humilde de corazón y yo les daré
descanso. Responder a su llamada es aprender del corazón de Jesús mansedumbre,
humildad, sencillez, amabilidad.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.