Jesús limpia a un leproso, pintura de William Hole |
P. Carlos Cardó SJ
De camino a Jerusalén, Jesús pasaba por los confines entre
Samaría y Galilea, y al entrar en un pueblo, le salieron al encuentro diez
leprosos. Se detuvieron a cierta distancia y gritaban: «Jesús, Maestro, ten
compasión de nosotros». Jesús les dijo: «Vayan y preséntense a los sacerdotes».
Mientras caminaban, iban quedando sanos. Uno de ellos, al verse sano, volvió de
inmediato alabando a Dios en alta voz, y se echó a los pies de Jesús con el
rostro en tierra, dándole las gracias. Era un samaritano. Jesús entonces
preguntó: «¿No han sido sanados los diez? ¿Dónde están los otros nueve? ¿Así
que ninguno volvió a glorificar a Dios fuera de este extranjero?» Y Jesús le
dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».
Entre las curaciones que Jesús realizaba, las de leprosos eran
particularmente significativas porque, según la mentalidad judía, eran
comparables a la resurrección de un muerto. La ley de Moisés (Levítico 13-14), consideraba
a estos enfermos como personas impuras, que volvían impuro a quien los tocaba,
igual que cuando se tocaba un cadáver. Inhabilitados para la vida social, no
podían permanecer con su familia y relacionarse con la gente. Tenían que vivir aislados
fuera de las ciudades y gritar: “¡Impuro, impuro!”, a la distancia, para que nadie
se les acercase. Para mayor miseria moral de estos desgraciados, muchas veces
se les consideraba pecadores públicos.
A pesar de todo ello, nos dice el relato evangélico de Lucas que Jesús
en seguida se hizo cargo de la situación de aquellos diez enfermos, tuvo compasión
de ellos y los curó. Pero la intención del evangelista no está puesta en la
descripción del milagro en sí, sino en resaltar el comportamiento ambivalente
mantenido por los curados.
Los diez salen al encuentro de Jesús y le dirigen una súplica que
los israelitas dirigían a Dios: ¡Ten
piedad de nosotros! Los leprosos piden no sólo su curación, sino
también verse libres de la marginación en que viven. Por eso Jesús,
después de curarlos, se preocupa de restablecerles su dignidad de personas. Y
estos desdichados pasan, de ser como cadáveres ambulantes, a ser personas libres,
con todos sus derechos, capaces de dirigir su propio destino.
Jesús les manda ir a presentarse a los sacerdotes para que
confirmen su curación y, de este modo, puedan reintegrarse en la sociedad. Los
sacerdotes eran los custodios y garantes de la ley mosaica; por eso se
atribuían el poder de dictaminar lo que era lícito o ilícito y juzgar quién era
puro o impuro. Con la venida de Cristo queda destruido todo muro de separación
entre los hombres porque Dios, el único Santo, se ha mostrado solidario de
todos, amigo y defensor del débil, del marginado, del que es tenido por perdido
en este mundo.
Con su actuación Jesús manifiesta
una comprensión radicalmente nueva de Dios y, por consiguiente, una nueva
moral. En su persona y modo de actuar, deja traslucir el comportamiento de Dios
con aquellos que, según el judaísmo de su tiempo, eran los perdidos y estaban
fuera del pueblo escogido de Dios. Además, con esta nueva concepción de Dios,
Jesús justifica su propio modo de obrar. Es como si dijera: Dios es así, hago
bien en obrar como él.
Más aún, Dios no sólo inspira el
comportamiento de Jesús con los pecadores, sino que Dios se hace presente, se
manifiesta y actúa en él. En Jesús, Dios busca a los perdidos, los sana, los
libera, los sienta a su mesa, les muestra toda su bondad. Los que se sienten
perdidos ven que se les abre una nuevo porvenir, los que están en las últimas
ven que vuelven a la vida, los que han perdido su dignidad se revisten de
honor, los ciegos ven, los cojos andan,
los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los
pobres se les anuncia la buena noticia (Lc 7,22).
La actitud de Jesús ha sido
ejemplar, pero la de nueve de los diez leprosos curados deja mucho que desear.
Muy pronto se han olvidado del gran favor recibido. Sólo uno de ellos y, por
cierto, un samaritano, es decir, un hereje reprobado por los judíos, al verse sano, regresó alabando a Dios en
voz alta y se postró a los pies de Jesús dándole gracias. Reconoce que Dios
ha obrado en Jesús y lo declara abiertamente con un gesto de auténtica fe. Por
eso le dice Jesús: Levántate, vete; tu fe
te ha salvado.
Quien no reconoce lo mucho que
recibe de Dios, echa a perder el verdadero significado de la fe, que implica
siempre admiración, alabanza y acción de gracias. Los grandes hombres y mujeres
son siempre agradecidos: atribuyen a Dios, fuente de todo bien, lo que son, lo
que tienen y lo que hacen. María es ejemplo de ello en su Magnificat. Por eso,
el proceso de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, que son una fuerte
experiencia síntesis de la vida cristiana, se cierran con el recuerdo de todos los
beneficios recibidos y el deseo de ofrecer al Señor, en reciprocidad: “toda mi
libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi
poseer…”
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