domingo, 24 de noviembre de 2019

Homilía del Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario, Fiesta de Cristo Rey – Hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 35-43)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo y el buen ladrón, óleo sobre lienzo de Tiziano Vecellio (1566), Pinacoteca Nacional de Boloña, Italia
En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: "A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido".Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: "Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo".Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: "Éste es el rey de los judíos".Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: "¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros".Pero el otro lo increpaba: "¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibirnos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada".Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino".Jesús le respondió: "Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso". 
En la Fiesta de Cristo Rey, la liturgia trae este texto de San Lucas del diálogo de Jesús con uno de los ladrones que fueron crucificados con Él. Es un texto sobre la realeza de Cristo. Nos hace verlo elevado en la cruz, que es su  trono. Desde ella juzga: perdona a sus enemigos porque no saben lo que hacen y concede su reino a los malhechores.
Salta a la vista que su realeza no tiene nada que ver con los sistemas de gobierno de las naciones que se han sucedido en la historia. Jesús ejerce su autoridad en el servicio y demuestra su poder en su capacidad de amar hasta dar la vida. Y lo que ofrece como resultado de su gobierno no es lo que el mundo espera. Él ofrece un reinado universal, de verdad y vida eterna, de santidad y de gracia, de amor, unión y fraternidad, de felicidad plena, de justicia y paz inagotables.
Sobre la cruz, Jesús realiza el reinado de Dios que había anunciado desde el inicio de su predicación. Ahora, en su extrema indefensión, perseguido y condenado, imparte su lección suprema de amor a los enemigos, perdona a sus verdugos y ofrece a todos la salvación. Ahora hace realidad lo que parecía imposible, aquello que había prometido: la felicidad de los pobres, de los hambrientos y de los afligidos, de los que son odiados y excluidos por su causa, porque de ellos es el Reino de Dios (Lc 6, 20-23). Así transforma nuestro mundo maltrecho en la casa común de la humanidad reconciliada.
¿Es esto un sueño, una ilusión, una utopía…? “¿Quién puede creer este anuncio?”, se preguntaba ya el profeta Isaías al divisar a lo lejos el sacrificio redentor del Siervo de Yahvé (Is 53,1). ¿Quién puede creer que las promesas hechas por el Crucificado llegarán a cumplirse?, pensamos. Y la respuesta es que sólo lo puede aquel que, como el centurión pagano, al pie de su cruz, descubre su divinidad en su forma de morir.
Y para que podamos creerlo o se arraigue en nosotros la esperanza, el evangelio de Lucas nos hace contemplar al Crucificado como el ejemplo del mártir que, con su sufrimiento, refrenda y certifica la verdad de su causa y el reconocimiento eterno que Dios hace de Él como el portador de la vida verdadera. En la cruz del Señor se manifiesta el poder creador de Dios que cambia los corazones y lo transforma todo conforme a sus designios. Esta revelación es la que sostiene nuestro empeño en mejorar las cosas cada vez más porque nos asegura la esperanza, no de algo transitorio y temporal, sino de “cielos nuevos y tierra nueva en que habite la justicia” (2 Pe 3, 13; Apoc 21,1).
No todos lo creen, ni lo esperan. Esta esperanza es para los humildes y sencillos, no para los sabios de este mundo (Lc 10,21; Mt 11,25), que cierran su corazón. Éstos aparecen en el relato de Lucas representados por las autoridades que se burlan de Jesús y gritan: “¡Sálvese a sí mismo!”.
Su grito expresa la pretensión de quienes intentan calmar su miedo a la muerte, poniendo su vida a salvo a cualquier precio, sobre todo mediante el dinero y el poder. Lo único que esperan es no tener que morir. Pero Jesús no nos libra de la muerte (no dice al ladrón arrepentido: Tú no morirás). Jesús nos libera de la raíz de todo mal, que es el pecado, la afirmación ególatra, que lleva a los hombres a cerrarse en sí mismos, a cuidarse, aprovecharse y disfrutar sin pensar en Dios ni en los demás, para acabar finalmente solos, vacíos y sin promesa, por no haber acogido ni amado realmente.
De esa perdición nos libra el Crucificado, es la liberación más fundamental. Y lo hace mostrándose cercano a nosotros en nuestros padecimientos y en nuestra muerte. Acepta morir solo en la cruz, para que nadie se sienta abandonado ni muera solo en este mundo. De este modo, a la hora de nuestra muerte justamente, a la hora de ese trance que consideramos el de nuestra mayor soledad e impotencia, si nuestros ojos se fijan en la cruz, tendremos la certeza de que hallarán la felicidad eterna, que consiste en la compañía de Cristo a nuestro lado. Hoy estarás conmigo en el paraíso, nos dirá.
El buen ladrón, convencido de su culpa y confiado en la misericordia del que ha sido crucificado con él, es el único hombre al que el mismo Jesús canoniza directamente, llevándolo consigo. Él es el prototipo de todos los santos y santas del Nuevo Testamento, pecadores salvados por la cruz del Señor. Sus palabras me enseñan a ver mi realidad de otra manera y a comprobar que, en efecto, Dios está aquí, conmigo, en mi pena, para que yo pueda estar con Él.
La cruz del Señor y mi cruz se hacen una porque el mismo Señor me concede estar juntamente crucificado con él (Gal 2,20) y comprobar cómo el amor puede transformar el sufrimiento. Cualquier otro milagro que Dios hiciera en mi favor no podría demostrarme tanto su poder sanante y liberador. Su cercanía a mí en el dolor –cualquiera que éste sea–, quita de mi mente todo engaño: Dios es amor y me ama, a mí, pecador. Puedo vivir y morir en paz porque estaré con Él. El paraíso, la vida eterna, el cielo, como queramos llamarlo, será estar con Él. “Tú estarás conmigo”, nos dice, porque yo, el Emmanuel, estoy siempre contigo.

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