La Resurrección, oleo de Sebastian Ricci |
P. Carlos Cardó Franco
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan
la resurrección, y le preguntaron: "Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a
uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda
y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se
casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así
los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la
resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado
casados con ella." Jesús les contestó: "En esta vida, hombres y
mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la
resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son
como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que
resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza,
cuando llama al Señor "Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de
Jacob". No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están
vivos." Intervinieron algunos maestros de la Ley y le dijeron:
"Maestro, has hablado bien". Pero en adelante no se atrevieron a
hacerle más preguntas.
Unos saduceos plantearon a Jesús una
pregunta teórica y capciosa sobre la resurrección. Los saduceos eran el partido
de los terratenientes y comerciantes que se habían apoderado del sacerdocio para
enriquecerse con los impuestos que los judíos pagaban para el templo y con la
venta de animales para los sacrificios. Los fariseos, sus más inflexibles
rivales, los criticaban por su inmoralidad y porque negaban la resurrección de
los muertos.
Lo que pretenden los saduceos que se
presentan ante Jesús es ridiculizar la fe en la resurrección, planteando un caso
hipotético y extremado. Aluden a la ley del levirato, que dio Moisés para
garantizar la descendencia de todo varón. Esta ley correspondía al sueño de
todo judío de ver nacer al Mesías entre sus hijos o los hijos de sus hijos. Y
esto interesaba incluso a quienes no esperaban nada después de la muerte, sino
sólo dejar descendencia en este mundo.
Jesús responde, primero,
declarando que la fe en la resurrección no es absurda: lo que no tiene sentido
es querer asegurar la propia pervivencia casándose y teniendo hijos, porque la
vida humana no acaba con la muerte. Cuando los muertos resuciten no tendrán
necesidad de casarse. A continuación afirma que en la vida eterna los seres
humanos serán como ángeles. Esta comparación
tiene mucho contenido. Los ángeles son llamados “hijos de Dios” (Job 1,6; 2,1),
porque reflejan su esplendor y su fuerza; nosotros también somos hijos e hijas
de Dios y en la vida eterna alcanzaremos la plenitud de la filiación divina. Los
ángeles son seres espirituales; nosotros por la resurrección tendremos un
“cuerpo espiritual” como dice san Pablo (1 Cor 15,42). Los ángeles son “anunciadores”
de la palabra de Dios; los creyentes somos testigos de la resurrección. Ellos
son servidores y custodios; nosotros podemos serlo.
Después de esto, Jesús hace ver
que la resurrección estaba ya contenida implícitamente en el episodio de la
zarza ardiente, en la que Dios se revela a Moisés como Dios de Abraham, de
Isaac y de Jacob (cf. Ex 3, 6). Si es Dios de ellos y ellos están muertos, quiere
decir que resucitarán, pues de lo contrario no sería Dios de vivos sino de
muertos, lo cual es absurdo. La fidelidad de Dios a los patriarcas y a su pueblo
va más allá de la muerte.
Israel llegó progresivamente a la
fe en la resurrección, no a partir de reflexiones sobre la inmortalidad, sino por
la experiencia del amor fiel de Dios que va más allá de la muerte. Esta
revelación, fundada en el Pentateuco, se desarrolló con los profetas y los
libros sapienciales. La resurrección es la acción que permite reconocer a Dios:
Esto dice el Señor: Yo abriré sus tumbas,
los sacaré de ellas, pueblo mío, y los llevaré a la tierra de Israel. Y cuando
abra sus tumbas y los saque de ellas, reconocerán que yo soy el Señor.
Infundiré en ustedes mi espíritu y vivirán (Ez 37,13ss).
Para los cristianos, la fe tiene
su inicio en la resurrección de Jesús. Porque, si Cristo no resucitó, la fe de ustedes no tiene sentido y siguen aún
sumidos en sus pecados (1 Cor 15,17). La resurrección consiste en estar siempre con el Señor (1 Tes 4,17).
Esa es la vida eterna que vivimos ya ahora por el don del Espíritu. Por eso
dice Pablo: ya no soy yo quien vive, sino
que es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20).
Esta fe promueve en nosotros el
compromiso de ser testigos de la
resurrección (Hech 1,22). Para ello es fundamental analizar la incidencia práctica
que la fe en la resurrección ejerce en nuestro modo ordinario de proceder. Veremos
entonces que es inherente a la fe cristiana la voluntad de construir nuestra vida de tal modo que lo más esencial
que hay en ella (la libertad, la responsabilidad, el amor) demuestre que no
marchamos hacia un final que nos hará sucumbir en la nada, sino hacia un Dios
que nos garantiza nuestra realización plena. La fe en la resurrección hace
buscar la unión y la paz en las relaciones
con los demás; motiva el perdón que remite a Dios la regeneración del que nos
ha ofendido; capacita para los grandes gestos de sacrificio por el bien de los
seres queridos y por el progreso humano de la sociedad en que se vive; mueve a
adoptar un estilo de vida sobrio, responsable, alejado de la banalidad frívola
del mundo; mantiene firme la confianza aun cuando los logros del amor y de la
justicia no resultan palpables y evidentes. Así se demuestra que la existencia
humana trasciende lo material y temporal, porque su valor no se agota en la
razón, el éxito o la dicha de este mundo.
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