P. Carlos Cardó SJ
Descendimiento de la cruz, óleo
sobre lienzo de Paolo Veronese (1547), Museo del Castelvecchio, Verona, Italia
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Al oírlo, algunos
de los que estaban allí dijeron: «Está llamando a Elías».
Uno de ellos
corrió a mojar una esponja en vinagre, la puso en la punta de una caña y le
ofreció de beber, diciendo: «Veamos si viene Elías a bajarlo».
Pero Jesús, dando
un fuerte grito, expiró.
En seguida la
cortina que cerraba el santuario del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Al
mismo tiempo el capitán romano que estaba frente a Jesús, al ver cómo había
expirado, dijo: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios».
Pasado el sábado,
María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé, compraron aromas para
embalsamar el cuerpo. Y muy temprano, el primer día de la semana, llegaron al
sepulcro, apenas salido el sol.
Se decían unas a
otras: «¿Quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro?».
Pero cuando
miraron, vieron que la piedra había sido retirada a un lado, a pesar de ser una
piedra muy grande. Al entrar en el sepulcro, vieron a un joven sentado al lado
derecho, vestido enteramente de blanco, y se asustaron.
Pero él les dijo:
«No se asusten. Si ustedes buscan a Jesús Nazareno, el crucificado, no está
aquí, ha resucitado; pero éste es el lugar donde lo pusieron. Ahora vayan a decir a los discípulos, y en especial a Pedro, que él se
les adelanta camino de Galilea. Allí lo verán tal como él les dijo».
En
el Día de la Conmemoración de los difuntos, la liturgia propone
este texto de Marcos sobre la muerte y resurrección de Jesús. El cristiano ve
la muerte de sus seres queridos y, en general, toda muerte, a la luz de la
pascua del Señor que quiso asumir nuestra condición de seres mortales, para
asegurarnos un destino eterno por medio de su resurrección. Se hizo semejante a
nosotros hasta en la muerte para que estemos unidos a Él también “en la
semejanza de su resurrección”, como dice San Pablo. Porque el que ha muerto, ha sido liberado del pecado. Y si hemos muerto
con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, habiendo
resucitado de entre los muertos, no volverá a morir; ya la muerte no tiene
dominio sobre él (Rom 6, 8-9).
En el relato de la pasión según
San Marcos, la muerte del Señor corresponde a la hora de la máxima revelación de
Dios, que supera todas las precedentes. Un nuevo rostro de Dios se revela en el
Crucificado, de quien el capitán pagano confiesa: Verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios. El Dios que está con
nosotros es el Dios que no nos abandona nunca, ni siquiera en el trance supremo
de la muerte, trance que cada cual experimenta en la más completa soledad. En
su hijo Jesús clavado en cruz, Dios quiso compartir con nosotros esa
experiencia tan característica de nuestra existencia.
Abandonado por todos, Jesús llega
en la cruz a sentirse abandonado por Dios hasta el punto de gritar su soledad a
quien sabe, por la confianza que mantiene en Él, que no abandonará a su hijo.
Esta convicción de que Dios no se aleja del afligido que clama a Él, la expresó
Jesús de manera dramática antes de morir, con las
palabras del salmo 22.
San Juan de la Cruz comenta: “Al
punto de la muerte, quedó (el Señor) también aniquilado en el alma, sin
consuelo y alivio ninguno, dejándole el Padre así en íntima sequedad según la
parte inferior. Por lo cual fue necesitado de clamar diciendo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado? Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido
en su vida. Y así en Él hizo la mayor obra que en toda su vida con milagros y
obras había hecho, ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir
el género humano por gracia con Dios” (Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, II, 7, n.11).
Asimismo, la carta a los Hebreos habla
de la solidaridad de Jesús con nosotros, que le lleva a experimentar en su
propia persona la soledad, el desaliento, el sufrimiento y el miedo que la
muerte produce, para así convertirse en salvador de todos, glorificado y
proclamado pontífice, puente de unión de la humanidad con Dios. En los días de su vida mortal, Jesús ofreció
oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la
muerte, y fue escuchado por su reverente sumisión (Hebr 5, 7).
En la cruz de su Hijo, Dios se coloca
para siempre a nuestro lado, haciendo de nuestra muerte –como lo hizo con la de
su Hijo– la puerta de entrada a nuestra glorificación. Esta revelación hace
nacer en nosotros una absoluta confianza. En su Hijo, Dios ha vivido y conoce
la raíz de nuestros sufrimientos, de nuestros fracasos y de nuestra muerte. Por
eso ofrece en cada momento y a cada persona el don oportuno para convertir la
oscuridad de la muerte en aurora de vida. En una muerte tan solidaria como la
de Jesús, Dios su Padre se revela como el amor crucificado que estará presente en
nuestra muerte, compartiéndola y llenándola de esperanza de una vida nueva.
El final del camino de Jesús, y de
nuestro camino, no es la cruz, sino su resurrección de la muerte. A partir de
este momento Jesús vive junto a Dios. La piedra del sepulcro ha sido retirada,
se ha quebrado el poder de la muerte. El mensaje del ángel constituye la culminación
del relato que hace Marcos, la cúspide también de su evangelio y el objeto
central de la fe y esperanza del cristiano: Buscan
a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí.
El horizonte humano se ha abierto
definitivamente: allí donde se estrella la sabiduría humana, donde caen por
tierra las esperanzas y el lamento no halla salida alguna, allí, en el morir,
se halla la presencia del amor salvador de Dios.
A la proclamación sigue la tarea: los
discípulos reciben la misión de propagar la buena noticia. Vayan, pues, a decir a sus discípulos y a Pedro: Él va camino de
Galilea, allí lo verán, tal como les dijo.
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