P.
Carlos Cardo SJ
Sermón
de la montaña, óleo sobre lienzo de Henrik Orlik (1880), retablo de la iglesia
de San Mateo, Copenhague, Dinamarca
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Después de atravesar el lago, llegaron a Genesaret y atracaron allí. Apenas desembarcaron, la gente reconoció en seguida a Jesús, y comenzaron a recorrer toda la región para llevar en camilla a los enfermos, hasta el lugar donde sabían que él estaba.
En todas partes donde entraba, pueblos, ciudades y poblados, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y los que lo tocaban quedaban curados.
Los discípulos no lo habían reconocido cuando remaban desesperados
en medio del lago y creyeron que era un “fantasma”, no habían comprendido “lo
de los panes”, símbolo con el que quiso identificarse y expresar lo que hace
por nosotros (vv 49-52).
Aquí, en cambio, la gente sencilla sí lo reconoce y corre a su
encuentro. Han oído que libra de enfermedades, que da a comer su pan. Son
pobres y enfermos, agobiados por algún mal físico o moral.
Con esta “multitud” Jesús inicia el nuevo pueblo. Donde aparece la
debilidad, representada en la afluencia de pobres y necesitados que esperan su
salvación, nace la vida nueva de la comunidad cristiana. La Iglesia es
comunidad de débiles y pecadores. En ella nos liberamos de nuestras miserias,
miedos y desconfianzas.
Querían tocarlo, dice el texto. Sus manos expresan
lo que desean alcanzar de Él. Todos llevan consigo una expectativa y saben que
Él los atenderá. Su confianza los mueve a “tocar” para comunicarle a Jesús lo
que quieren de Él y sentirse a la vez tocados por Él y por su poder que libera.
Es la fe de la hemorroísa que tocó el borde de su manto y quedó
“salvada”, como le dijo Jesús: Hija tu fe
te ha salvado. Es la fe de nuestro pueblo sencillo que siempre quiere tocar las imágenes ante las cuales ora:
tocar, experimentar, sentir el misterio. La fe es eso: una experiencia
vivencial de estar con alguien.
Esto ocurre en nosotros. No
podemos tocar físicamente, pero sí en la fe. Por ella nos adherimos a Cristo
resucitado, sentimos su poder. En la Eucaristía tocamos su cuerpo; Él nos congrega, alimenta y sana; nos hace
comunidad abierta a los que sufren, y nos envía a repetir sus gestos, que brotan
de su misericordia y son los signos del Reino de Dios entre nosotros
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