P.
Carlos Cardó SJ
La
transfiguración, temple y óleo sobre madera de Rafael Sanzio (1518-1520), Museos
Vaticanos
Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: "Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo". De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría "resucitar de entre los muertos".
En el camino a Jerusalén, Jesús intenta hacerles comprender a sus
apóstoles el significado de su entrega. Pero ellos no lo comprendieron porque
esperaban otro tipo de Mesías y no podían concebir que su Maestro terminara en
una cruz. Ahora Jesús quiere fortalecerles su fe, para que sepan asumir el
escándalo de su pasión.
Dice
el evangelio que Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a
solas a un monte. Son los mismos tres que “tomará consigo” en el momento
más dramático de su pasión, en el huerto de Getsemaní (Mc 14,32-43). Ahora serán testigos de una
vivencia deslumbradora: la percepción de su gloria
de Hijo único del Padre lleno de amor y lealtad. Hay un paralelismo antitético
entre el pasaje de la Transfiguración y el de Getsemaní. Más tarde,
a la luz de la resurrección, comprenderán que el Jesús transfigurado del monte
es el mismo Mesías que salva en la cruz.
En el Antiguo Testamento Dios se comunicaba a través de elementos
naturales como el monte, la nube y la luz. En la transfiguración, en cambio, es
la naturaleza humana de Jesús la que aparece a la luz de Dios. Ya no es Dios
que desciende, sino el hombre que asciende y participa de la gloria de Dios,
porque Dios se ha hecho hombre.
¿Qué
ocurre en la transfiguración? Los discípulos, de forma inesperada, ven que se
les revela una indescriptible dimensión oculta de Jesús. Y
se quedan sin palabra, incapaces de expresar lo experimentado. Sólo atinan a decir
que sus vestidos se volvieron tan
resplandecientes, que ningún lavandero sería capaz de blanquearlos. Ante el
misterio de Dios, oculto en la persona de Jesús, la palabra más elocuente es el silencio.
Se
les aparecieron también Elías y Moisés. Jesús
se muestra como el realizador de la esperanza de los profetas (representada en
Elías) y como el que lleva a plenitud la ley (dada a Moisés) por medio de la
nueva alianza que Dios establece con la entrega de su Hijo.
Sobrecogido
por la experiencia, Pedro siente la tentación de quedarse allí, de no seguir
adelante en el camino, quiere olvidar que Jesús, “seis días antes” les había anunciado la pasión. Quiere prolongar
la visión y el gozo, por eso su propuesta ingenua y egoísta: Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos
tres tiendas…
Vino
entonces una nube… y se oyó una voz desde la nube: Este es mi Hijo amado,
escúchenlo. Es la misma voz que había resonado en el Bautismo de Jesús, cuando
se abrieron los cielos y bajó sobre Él el Espíritu. Esta voz en el cielo
responde a la pregunta: ¿Quién es Jesús? Confirma la confesión de Pedro: Tú eres el Cristo, Hijo de Dios, y
confirma el camino de Jesús como Mesías Siervo sufriente por amor a sus
hermanos, conforme a la voluntad de su Padre. Jesús Siervo es el amado del
Padre. La gloria divina resplandece en Él y resplandecerá sobre todo en su
cruz.
¿Qué nos dice a nosotros hoy este pasaje tan lleno de simbolismos?
Tenemos, en primer lugar el símbolo del monte. En la Biblia, el monte es el
lugar de la presencia de Dios y del encuentro con Él. Moisés trata con Dios en el
monte; allí Dios le entrega la Ley grabada en piedra. En un monte, el de las bienaventuranzas,
Jesús proclama la esencia de su mensaje. En un monte se transfigura ante Pedro,
Santiago y Juan. Y el Gólgota será el monte de la nueva alianza –sellada
con su sangre. Para el cristiano, subir
al monte significa encontrarse con Cristo. Significa también subir a una
mayor intimidad con Dios, a una mayor generosidad en el compromiso cristiano, a
una vida más coherente y fiel.
Como
Pedro, también el cristiano puede tener la tentación de quedarse en los
aspectos más agradables de su práctica cristiana y no asumir el compromiso
práctico de la fe. Pero hay que bajar del monte y volver al llano donde se
libra la historia de la vida y de la muerte de los hombres, guardando en el
corazón la experiencia del amor del Padre, que nos sostiene.
La
luz es otro símbolo importante en el relato. El mundo celeste refulge en el
rostro de Cristo y resplandecerá en el de los elegidos. El cristiano contempla
la gloria de Cristo y se va transformando en gloria, dice Pablo (2 Cor 3,7-16), es decir, su vida cambia.
La vida de los discípulos de Jesús había quedado ensombrecida con los anuncios
de su pasión, ahora en el monte se les concede la certeza de que aun la oscuridad
de la muerte quedará iluminada por la resurrección de Jesucristo.
La nube que cubre a los discípulos se abre con la voz que dice: Este es mi Hijo amado. Escúchenlo. Su
voz resuena en la vida de todos los días. La transfiguración fortalece a los
discípulos. Ya sabemos a dónde va el camino: a la resurrección (vv. 9ss). El
que nos llevó consigo al monte ha bajado con nosotros y permanece con nosotros.
Por eso tenemos la seguridad de que mañana, el mañana de Dios, será
de día.
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