P.
Carlos Cardó SJ
Cristo
y la mujer cananea, óleo sobre lienzo de Pieter Lastman (1617), Rijksmuseum
Amsterdam, Holanda
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Después Jesús partió de allí y fue a la región de Tiro. Entró en una casa y no quiso que nadie lo supiera, pero no pudo permanecer oculto. En seguida una mujer cuya hija estaba poseída por un espíritu impuro, oyó hablar de él y fue a postrarse a sus pies. Esta mujer, que era pagana y de origen sirofenicio, le pidió que expulsara al demonio de su hija. El le respondió: "Deja que antes se sacien los hijos; no está bien tomar el pan de los hijos para tirárselo a los cachorros". Pero ella le respondió: "Es verdad, Señor, pero los cachorros, debajo de la mesa, comen las migajas que dejan caer los hijos". Entonces él le dijo: "A causa de lo que has dicho, puedes irte: el demonio ha salido de tu hija". Ella regresó a su casa y encontró a la niña acostada en la cama y liberada del demonio.
Jesús
ha estado discutiendo con los fariseos y doctores de la ley sobre la doctrina y
las normas de lo puro y lo impuro, y ha establecido un principio: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo
que sale de dentro es lo que hace al hombre impuro (Mc 7,15).
Ahora,
con un gesto provocador, se va a una región pagana, es decir, impura, y se pone
a dialogar con una mujer extrajera. Lo que cuenta es el corazón puro. Una mujer
pagana lo tiene. Se puede decir que esta acción de Jesús sintetiza su enseñanza
acerca de la verdadera piedad y su rechazo a toda forma de pensar que, por
motivos religiosos, étnicos o culturales, promueve división, exclusión y segregación
de personas.
La conciencia de pertenecer al pueblo escogido de Dios se había
pervertido, hasta el punto de considerar perros
a los paganos. Muestra de este fundamentalismo religioso es la norma que se lee
en el Tahorot, parte de las enseñanzas rabínicas
sobre la ley que se recogen en el Talmud: “Quien come con un idólatra (pagano) es
como quien come con un perro”.
Jesús, pues, se va a territorio de Tiro y Sidón (al sur de
Líbano). Entra en una casa y quiere pasar desapercibido, pero no lo consigue.
Aparece una mujer sirofenicia, de cultura griega, que les hacía sentirse
superiores a los judíos. Pero está angustiada porque su hijita vive atormentada
por un mal espíritu. Generalmente el espíritu inmundo se manifiesta al exterior
como espíritu de violencia destructora. La mujer ha oído hablar de Jesús y
viene a suplicarle que cure a su niña.
El relato que sigue está compuesto de tal modo que sobresalga la fe
de la mujer. La designación que se hace de ella, una sirofenicia sin nombre
propio, permite intuir que se trata de una figura representativa de la
comunidad pagana venida a la fe cristiana. Jesús va a aprovechar este encuentro
para polemizar.
Sus compatriotas no han creído en Él, por más que Él ha querido
comenzar su obra en Israel. Movidos por las autoridades han comenzado a
abandonarlo. Ahora amplía su campo de acción y va a demostrar que los
extranjeros, “los perros”, pueden estar bien dispuestos y, por tanto, ser
admitidos en la mesa de los justos, porque la fe los hace coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa
que se cumple en Él por el evangelio (Ef 3, 6).
El amor de Dios por todos sus hijos e hijas no hace distinción
entre ellos. Su misericordia alcanza a todos. Jesús no puede quedarse impávido;
el dolor de la gente tiene poder sobre Él. Sabe, pues, que va a tener que curar
a la niña, pero aprovecha para componer una polémica con la mujer, empleando el
lenguaje propio de la sociedad judía y permitiéndole a la mujer retorcer en su
favor esa manera de hablar y demostrar su justicia. El tema de la discusión es
el pan, que para los judíos es la
Torá y la ley mosaica y para Jesús será su persona y su mensaje.
Deja
que primero se sacien los hijos, pues no está bien tomar el pan de los hijos
para echárselo a los perritos, dice Jesús a la mujer. La frase refleja el desprecio que los
judíos sentían hacia los paganos por contar con “el pan de los hijos” que los
hacía creerse superiores. Pero además, la frase está dicha en sentido irónico, provoca
una reacción de la mujer; es como ponerla a prueba para ver qué responde. Y, en
efecto, eso es lo que sucede. La sirofenicia vuelve a su favor la imagen empleada
por Jesús: Está bien, Señor, pero hasta
los perritos debajo de la mesa comen las migajas que tiran los niños...
La fe de la sirofenicia ha quedado de manifiesto. Jesús señala el
efecto sanante y salvador de su fe: Vete,
por lo que has dicho, el demonio ha salido de tu hija. Y la mujer, sin
pedir ninguna prueba de que el favor le ha sido concedido, sale y encuentra a
su hija sana. La fe en Jesús es el pan de vida, el pan que Él da a todos,
judíos y gentiles, el pan de su mensaje y de su cuerpo entregado para la
salvación de todos.
Todos los racismos, prejuicios, odios nacionalistas y culturales
quedan abolidos. La mesa del Pan y de la Palabra del Señor congrega a la
comunidad fraterna, símbolo de la mesa del reino en el que Dios reunirá a todos
sus hijos dispersos y será todo en todos.
Un conocimiento ambiguo o erróneo de Jesús deja a las personas sin
fuerzas para superar prejuicios, tradiciones e instituciones humanas que
generan división. La persona queda a la merced de costumbres asimiladas, que generan
resentimientos, desatan odios y violencia. El pasaje de la sirofenicia nos
impulsa a demostrar con nuestras actitudes que “Dios no hace distinción de
personas, sino que acepta a quien lo honra y obra rectamente sea de la nación
que sea” (Hech 10, 34s).
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