P.
Carlos Cardó SJ
Siete
obras de misericordia, óleo sobre lienzo de Michelangelo Caravaggio (1607), retablo
del altar mayor de la Iglesia del Pio Monte della Misericordia, Nápoles, Italia
Jesús dijo a sus discípulos: «Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes».
La «perfección» que Jesús exige a sus
discípulos, según Mt 5,48, consiste en ser misericordiosos como su Padre es misericordioso, según Lc
6,36.
Para el judío la misericordia era la
piedra de toque de la auténtica religión. Practicada activamente con los pobres
y los débiles, la misericordia debía distinguir a Israel frente a las naciones.
La Biblia emplea dos palabras para designar
la misericordia: Rahamim y Hesed, expresan dos contenidos no
excluyentes sino complementarios. La primera indica el cariño o ternura que
tiene su asiento en el seno materno (raham:
1Re 3,26), pero es propio también del padre y del hermano que tienen entrañas
(rahamim) de misericordia. En este sentido dice el Salmo 116: El Señor es benigno y justo; nuestro Dios es
compasivo.
La segunda palabra, Hesed, expresa el acto o sentimiento de amor y compasión: Te rodea con su misericordia y su cariño (Sal
103,4), y expresa gráficamente el gesto de inclinarse para proteger, propio de
la madre con su hijo, o el mirar con amor para conceder gracia, como miró el
Altísimo a María su sierva (Cf. Lc 1, 30. 48).
En el Nuevo Testamento, la misericordia es el contenido central
del mensaje de Cristo. A través de sus propios gestos y actuaciones,
Jesús revela a un Dios de corazón misericordioso. San Lucas pone de relieve en
su evangelio la misericordia de Jesús con los pobres, los pecadores y los
excluidos. Los pecadores hallan en él a un «amigo» (7,34), que no teme sentarse a la mesa con ellos (5,27.30; 15,1s; 19,7). Trata
personalmente a los necesitados: al «hijo único» de la viuda (Lc 7,13), a un padre desconsolado por la
enfermedad de su hijo (8,42; 9,38.42).
Y muestra especial benevolencia a las mujeres (8, 43-48; 10, 38-42) y a los extranjeros (7, 1-10; Mc 7, 24-30). Su
fama de compasivo se extiende y de todas partes vienen a él los afligidos para
invocarlo como a Dios mismo: ¡Ten misericordia de nosotros! (Lc 18, 38; Mt 9,27; 15,22; 20,29).
Por eso, el seguimiento de Jesús implica necesariamente
la práctica de la misericordia, que Jesús establece como condición para entrar
en el reino de los cielos (Mt 5,7), y
que reitera citando al profeta Oseas: «Misericordia quiero y no sacrificios» (Os 6,6; Mt 9,13; 12,7). El discípulo
debe llenarse de compasión para con el que le ha ofendido (Mt 18, 23-35), porque Dios ha tenido compasión con él (18,32s). Y, finalmente, de la
misericordia que hayamos tenido con Cristo, presente en nuestro prójimo,
seremos juzgados (Mt 25,31-46).
Esta enseñanza recibieron los discípulos y no sólo la
transmitieron insistentemente en los evangelios y cartas, sino que la
misericordia no cesó de revelarse en sus acciones, como prueba creadora de que
el amor no se deja “vencer por el mal”
sino que “vence al mal con el bien”
(Rom 12, 21).
Por eso, si algo queda claro en la enseñanza de los apóstoles es
que el cristiano se ha de distinguir por mostrar amor, comunión en el espíritu,
entrañas y ternura de misericordia (Flp
2,1), ser benigno y compasivo (Ef
4,32; 1Pe 3,8); incapaz de «cerrar sus entrañas» ante un hermano en
necesidad, para que el amor de Dios permanezca en él (1Jn 3,17).
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