lunes, 26 de febrero de 2018

Sean misericordiosos como su Padre… (Lc 6, 36-38)


P. Carlos Cardó SJ

Siete obras de misericordia, óleo sobre lienzo de Michelangelo Caravaggio (1607), retablo del altar mayor de la Iglesia del Pio Monte della Misericordia, Nápoles, Italia

Jesús dijo a sus discípulos: «Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes».
La «perfección» que Jesús exige a sus discípulos, según Mt 5,48,  consiste en ser misericordiosos como su Padre es misericordioso, según Lc 6,36.
Para el judío la misericordia era la piedra de toque de la auténtica religión. Practicada activamente con los pobres y los débiles, la misericordia debía distinguir a Israel frente a las naciones.
La Biblia emplea dos palabras para designar la misericordia: Rahamim y Hesed, expresan dos contenidos no excluyentes sino complementarios. La primera indica el cariño o ternura que tiene su asiento en el seno materno (raham: 1Re 3,26), pero es propio también del padre y del hermano que tienen entrañas (rahamim) de misericordia. En este sentido dice el Salmo 116: El Señor es benigno y justo; nuestro Dios es compasivo.
La segunda palabra, Hesed, expresa el acto o sentimiento de amor y compasión: Te rodea con su misericordia y su cariño (Sal 103,4), y expresa gráficamente el gesto de inclinarse para proteger, propio de la madre con su hijo, o el mirar con amor para conceder gracia, como miró el Altísimo a María su sierva (Cf. Lc 1, 30. 48).
En el Nuevo Testamento, la misericordia es el contenido central del mensaje de Cristo. A través de sus propios gestos y actuaciones, Jesús revela a un Dios de corazón misericordioso. San Lucas pone de relieve en su evangelio la misericordia de Jesús con los pobres, los pecadores y los excluidos. Los pecadores hallan en él a un «amigo» (7,34), que no teme sentarse a la mesa con ellos (5,27.30; 15,1s; 19,7). Trata personalmente a los necesitados: al «hijo único» de la viuda (Lc 7,13), a un padre desconsolado por la enfermedad de su hijo (8,42; 9,38.42). Y muestra especial benevolencia a las mujeres (8, 43-48; 10, 38-42) y a los extranjeros (7, 1-10; Mc 7, 24-30). Su fama de compasivo se extiende y de todas partes vienen a él los afligidos para invocarlo como a Dios mismo: ¡Ten misericordia de nosotros! (Lc 18, 38; Mt 9,27; 15,22; 20,29).
Por eso, el seguimiento de Jesús implica necesariamente la práctica de la misericordia, que Jesús establece como condición para entrar en el reino de los cielos (Mt 5,7), y que reitera citando al profeta Oseas: «Misericordia quiero y no sacrificios» (Os 6,6; Mt 9,13; 12,7). El discípulo debe llenarse de compasión para con el que le ha ofendido (Mt 18, 23-35), porque Dios ha tenido compasión con él (18,32s). Y, finalmente, de la misericordia que hayamos tenido con Cristo, presente en nuestro prójimo, seremos juzgados (Mt 25,31-46).
Esta enseñanza recibieron los discípulos y no sólo la transmitieron insistentemente en los evangelios y cartas, sino que la misericordia no cesó de revelarse en sus acciones, como prueba creadora de que el amor no se deja “vencer por el mal” sino que vence al mal con el bien” (Rom 12, 21).  
Por eso, si algo queda claro en la enseñanza de los apóstoles es que el cristiano se ha de distinguir por mostrar amor, comunión en el espíritu, entrañas y ternura de misericordia (Flp 2,1), ser benigno y compasivo (Ef 4,32; 1Pe 3,8); incapaz de «cerrar sus entrañas» ante un hermano en necesidad, para que el amor de Dios permanezca en él (1Jn 3,17).

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