P.
Carlos Cardó SJ
Jonás
y la ballena, óleo sobre tabla de Pieter Lastman (1621), Museo Kunstpalast,
Düsseldorf, Alemania
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Al ver Jesús que la multitud se apretujaba, comenzó a decir: "Esta es una generación malvada. Pide un signo y no le será dado otro que el de Jonás. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación. El día del Juicio, la Reina del Sur se levantará contra los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón y aquí hay alguien que es más que Salomón. El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay alguien que es más que Jonás”.
La raíz fundamental de la fe es la
confianza. Los contemporáneos de Jesús, a pesar de haber visto, no confiaron;
en vez de seguirlo pretendieron que fuera Él quien obedeciera sus exigencias de
signos extraordinarios para creer. Jesús rechaza esta petición y añade que a
esa gente sólo se le dará el signo de Jonás: signo de la misericordia que Dios
tiene para con todos, tan eficaz por cierto que hasta los ninivitas se
convirtieron.
Jonás el profeta recibe la misión
de predicar a la ciudad impía de Nínive la conversión de su mala conducta. Lo
hizo y toda la ciudad, desde el rey hasta el último vasallo, hicieron penitencia
y Dios los perdonó. Dios actuó por medio de él. La persona y la palabra de
Jonás fueron el signo y eso bastó. Es lo que Jesús les recuerda a sus
interlocutores. Les debería bastar su persona y su palabra para confiar en Él,
pues es mucho más que Jonás.
El otro ejemplo que emplea Jesús
es el de la reina de Saba (1 Re l0, 1-10)
que hizo un viaje desde los confines de la tierra para conocer la sabiduría de
Salomón. Fue, lo vio, lo escuchó y creyó. Cuánto más habría hecho esa mujer pagana
por conocer la sabiduría de Jesús, cuyos contemporáneos rechazan. Muchos profetas y reyes quisieron ver lo que
ustedes ven y no lo vieron y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron (Lc 10,
24), había dicho Jesús. Entre esos reyes y profetas bien se podría incluir a
esa mujer. Ella es también un signo para esa gente que debería mostrarse más
dispuesta a aprender de Jesús.
La confianza que hay que tener en
Dios tiene su reflejo o figura más lograda en la relación humana de amor o
amistad. Conforme transcurre el trato con la persona que queremos, vamos
confiando en ella cada vez más. Llega un momento en que no se nos ocurre
exigirle pruebas para convencernos de su credibilidad; tal es el conocimiento
que hemos adquirido de ella y la valoración que nos merece. Por eso, cuando se
exigen pruebas y, peor aún, cuando se le somete a investigaciones, eso quiere
decir que se ha aniquilado la confianza o que nunca se tuvo.
En el plano de la fe, la persona
en quien confiamos es el mismo Jesús. Sé
de quién me he fiado, dice San Pablo (2
Tim 1, 12). La total coherencia entre su palabra y su vida, la verdad de lo
que enseña y el amor tan generoso y desinteresado con que actúa, revelan de tal
manera a Dios en Él, que uno se siente movido a conocerlo cada vez más para más
amarlo e imitarlo.
Jesús vino a anunciar la buena
noticia de la salvación ofrecida por Dios a todo el que se convierte y cree. No
buscó su propio interés sino únicamente el mayor bien para nosotros. No
pretendió la gloria de los hombres, ni siquiera que lo sirvieran; vino para
servir.
Todos estos rasgos de su persona
ponían a la gente en contacto directo con Dios, y revelan para nosotros la
posibilidad de realizar una humanidad nueva, una existencia nueva, liberada,
salvada. En vez de pedirle signos habría que escuchar su palabra y acoger y
asimilar su forma de ser humano.
Cuanto nos ha dicho y ha hecho
Jesús por nosotros debería ser suficiente para creer que Él es la plenitud de
la revelación y donación de Dios a los hombres, el camino que conduce a la vida
verdadera, vencedora del mal, resucitada. Pero para ello se requiere hacerse
pequeño (Lc 10,21). Sólo a los
pequeños se les revela el reino de Dios en la persona y obra de Jesús.
La exigencia de signos
espectaculares realizados con el fin de imponerse y doblegar a la gente fue una
tentación del maligno para Jesús. Dios respeta la libertad de sus hijos que
pueden acoger su ofrecimiento o rechazarlo, y respeta al mismo tiempo la verdad
del amor que no requiere de pruebas y crea libertad. Quien ama a otro está
siempre expuesto al rechazo.
Habría que decir, finalmente, que
el signo de Jonás toca nuestra realidad. Como él, nos resistimos al amor de
Dios: no acabamos de creernos que su misericordia es infinita y triunfa sobre
toda iniquidad. El Señor, no obstante, trabaja nuestro interior. Él es capaz de
hacer que nuestra persona y nuestro obrar, sea un signo en la sociedad que haga
creíble nuestra fe.
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