P. Carlos Cardó SJ
Cristo consolador, de Bernhard Plockhorst (1888) exhibido
en la III Exposición de arte internacional (Exposición del Jubileo de Múnich), Palacio
de Cristal, Munich, Alemania
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Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús, y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavárselas. Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados; y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras y de la vajilla de bronce. Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: "¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?". El les respondió: "¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres". Y les decía: "Por mantenerse fieles a su tradición, ustedes descartan tranquilamente el mandamiento de Dios. Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y además: El que maldice a su padre y a su madre será condenado a muerte. En cambio, ustedes afirman: 'Si alguien dice a su padre o a su madre: Declaro corbán -es decir, ofrenda sagrada- todo aquello con lo que podría ayudarte...' En ese caso, le permiten no hacer más nada por su padre o por su madre. Así anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido. ¡Y como estas, hacen muchas otras cosas!".
El texto evangélico de hoy presenta una
de las polémicas de Jesús con los fariseos y maestros de la ley acerca de la
verdadera religión. El pueblo judío, como casi todos los pueblos de la tierra,
incurría en la tendencia a reducir la religión a meros ritos, ceremonias y
prácticas exteriores, con las que se creía poder contentar a Dios pero sin
animarse a darle lo que Él más quiere: el propio corazón.
Los
fariseos, grupo muy influyente,
y los letrados de Jerusalén, “maestros
de la ley”, eran los que interpretaban lo puro e impuro, lo
lícito o lo ilícito, conforme a una serie de normas extraídas sobre todo del
libro del Levítico (caps. 11-15).
Estos
fanáticos defensores de la ley habían transformado la religión en una moral de
preceptos menudos que pervertía la ley dada por Dios a Moisés, y que llegaba a
normar las tareas más simples y ordinarias de la vida doméstica como el lavarse
las manos o purificar vasos, jarros y bandejas. Siempre el culto (liturgia) y
las prácticas escrupulosas de la moral han servido de pantalla para escamotear
las verdaderas exigencias de la fe.
En el Antiguo Testamento abundan
las advertencias de los profetas contra esta pretensión humana de manipular lo
divino y reducir la religión a normas externas y ceremonias sin práctica de la
justicia. Es verdad que la pureza exigida en el Levítico para la celebración
del culto podía ser símbolo de la pureza moral, pero casi siempre la exigencia
de la pureza se reducía a lo externo.
Por eso Jesús no duda en criticar
la hipocresía de los fariseos, que se presentan como hombres piadosos, fieles
cumplidores de los deberes religiosos, pero viven pendientes de obras de escaso
valor, creyendo que con ello agradan a Dios. A ellos les dirige las palabras de
Isaías: Así dice el Señor: Este pueblo me
honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí y el culto que me rinden
es puro precepto humano, pura rutina (Is 29, 13).
Jesús
mantiene y profundiza el espíritu de la Ley, pero aboga por una pureza
interior, que se manifiesta en una vida conformada por entero con la voluntad de
Dios. Declara que es una hipocresía la religiosidad basada en puras normas y tradiciones
(cf. Mt 6, 7), inventadas por los
hombres, que no pueden estar por encima del amor a Dios y a los prójimos. Por
eso denuncia: Ustedes dejan de lado el
mandamiento de Dios, y siguen las tradiciones de los hombres.
Un
ejemplo evidente de este mal proceder lo ve Jesús en la supresión del mandamiento
de honrar padre y madre por la práctica del corbán
(ofrenda sagrada), sobre la cual hace caer la maldición divina. El corbán era un juramento en virtud del
cual el judío podía declarar que sus bienes o parte de ellos quedaban
destinados a ser ofrenda para el sostenimiento del templo y, por ello, ya no
podía usarlos para atender las necesidades de sus padres, por muy necesitados
que estuvieran, aunque él sí podía seguir usándolos hasta su propia muerte si
así lo deseaba.
Así,
pues, como esa destinación piadosa de los bienes podía no concretarse, la norma
del corbán se convertía en la
práctica en una ficción, de la que se valían quienes querían vengarse de sus
padres o desentenderse de sus necesidades. Los fariseos defendían este
juramento aun sabiendo que significaba poner totalmente de lado el mandamiento dado
por Dios. Para ellos, lo relativo al culto y al templo estaba por encima de las
obligaciones del amor a los padres. Para Jesús, amor a Dios y amor al prójimo
son indisociables; no se dan el uno sin el otro. Por eso, se pervierte la
Palabra de Dios si se la interpreta contra el amor.
La nueva ley que Cristo escribe e imprime en nuestros corazones
por el Espíritu Santo, consiste en amar a los demás como él nos ha amado, privilegiando
a los pobres y a los humildes. En esto consiste la «religión pura y sin mancha a los ojos de Dios nuestro Padre», dice
el apóstol Santiago (Sant 1,27). Y San Juan es enfático al afirmar que la ley
del amor constituye el criterio de verificación de nuestro amor a Dios: ¿Cómo puedes decir que amas a Dios a quien no
ves, si no amas a tu hermano a quien ves? (cf. 1 Jn 4,20).
Qué buena reflexión! !!
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ResponderBorrarMuchas gracias.