P. Carlos Cardó SJ
Jesús sana a los enfermos, óleo sobre
lienzo adosado a los muros, del taller del padre Pedro Subercaseaux (década de 1940), Iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, Santiago, Chile
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Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis. Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: "Efatá", que significa: "Abrete". Y enseguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente. Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: "Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos".
Como muchos milagros que son una predicación en acción, la
curación de un sordo, que apenas puede hablar, hace ver la necesidad de “escuchar
y entender” bien la Palabra para poder aplicarla a la propia vida y transmitirla.
Y como se trata de un extranjero, de la Decápolis, en la orilla oriental del
mar de Galilea, en la actual Jordania, Jesús hace ver también que su palabra y
su obra son para todos sin distinción, no sólo para el pueblo judío.
Le llevaron a un
hombre sordo que apenas podía hablar, y le suplicaban que impusiera sobre él la
mano. No se dice quiénes son los que lo llevan, pero deben
ser gente religiosa porque aprecian el significado que tenía en las culturas semitas
el gesto de la imposición de manos. Además, es muy probable que hayan oído
hablar de lo que Jesús hace en favor de los pobres y de los enfermos.
Jesús, entonces, lo
apartó de la gente… (lo mismo hará con
el ciego de Betsaida – Mc 8, 23). Con
ello quiere evitar reacciones equívocas. Al ver las acciones que realizaba en
favor de los enfermos, la gente se entusiasmaba y lo aclamaba como Mesías, pero
Jesús no se lo permitía porque los judíos tenían otra idea de los que debía ser
el Mesías.
Al mismo tiempo, el gesto de apartar
al enfermo puede significar que el contacto personal con Jesús produce una
“separación”, hace que la vida cambie, la persona asume otra manera de pensar y
de obrar, diferente de la que antes tenía. La sordera que le impedía oír y
asimilar los valores del Evangelio, y la traba de su lengua, que le incapacitaba
para comunicar su fe, quedan curadas por el contacto personal con el Señor.
La curación del sordomudo se realiza en dos tiempos. Primero, Jesús
introduce los dedos en los oídos del enfermo y toca con saliva su lengua. Puede
verse aquí una alusión al antiguo rito del bautismo, que incluía gestos así.
En segundo lugar, lo más importante, viene la palabra de Jesús: Effetá, palabra aramea que significa ¡Ábrete!, que convierte en realidad el
significado del gesto simbólico empleado. Y al enfermo se le abren los oídos y
se le suelta la lengua. Es una persona nueva. Se cumple lo anunciado por Isaías
para la llegada del Mesías: los oídos de los
sordos se abrirán… y la lengua del
mudo cantará (Is 35, 5-6), nacerá un pueblo nuevo de personas libres que
acogen la palabra de Dios.
La figura del sordomudo, además, representa a los miembros de la
comunidad eclesial que provienen de una cultura o de un nivel socioeconómico
diferente a los de la mayoría: el sordomudo es un extranjero menospreciado por
los judíos. La comunidad a la que Marcos dirige su evangelio, como la nuestra
hoy, tenía dificultades para asimilar en la práctica el mensaje de Jesús sobre
el amor solidario que lleva a acoger a todos sin prejuicios ni actitudes excluyentes
de la índole que sean. El ejemplo de Jesús mueve a construir la unidad en la
diversidad, fomentando los vínculos que brotan de la misma fe compartida.
Desde otra perspectiva, el pasaje evangélico nos lleva a pensar
en la manera como oímos las enseñanzas de Jesús y hablamos de ellas. No siempre
prestamos oído a lo que debemos oír, ni decimos lo que debemos decir. No prestamos
atención a los que nos son extraños o piensan de manera diferente. Y por miedo
a las consecuencias o porque los problemas nos superan, no abrimos la boca.
Sordos que no oyen lo que les cuestiona, lo que les exige cambio o les remueve
sus comodidades; y mudos que no comunican los valores y verdades en los que
creen.
Dejemos que el Señor, como al sordomudo, se nos muestre cercano
y compasivo, que nos lleve aparte, si es necesario, de los círculos cerrados
sociales o de pensamiento en que nos movemos y defendemos. Él nos abrirá los
oídos para oír lo que debemos oír y nos soltará la lengua para hablar lo que
debemos hablar en cada circunstancia. Esta disponibilidad a la gracia hará que
la Iglesia llegue a hablar el lenguaje de la gente, como en Pentecostés, cuando
todos la oían la oían y entendían en sus propias lenguas (Hech 2,11).
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