P.
Carlos Cardó SJ
La
presentación de Jesús en el templo, óleo sobre lienzo de Francisco Rizi (1670
aprox.), Museo del Prado, Madrid
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Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: "Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel". Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: "Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos". Estaba también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.
De los treinta largos años vividos por Jesús con sus padres, los
evangelios no dicen casi nada. El más elocuente, Lucas, proporciona unos
cuantos datos elementales: que José y María siguieron con Él las costumbres
religiosas de la circuncisión y presentación en el templo, que iban cada año a
Jerusalén por la fiesta de pascua y que cuando el niño cumplió doce años, se
quedó en el templo sin que lo supieran sus padres.
De todo lo que siguió después, apenas dos frases: el niño crecía
en edad, sabiduría y gracia ante Dios y los hombres … y vivía sujeto a
sus padres” (Lc 2, 39-40. 50-53).
Aparte de esto sólo sabemos que sus paisanos lo conocían a Él y a su padre el
carpintero y que había parientes suyos mezclados entre sus discípulos o en la
multitud que lo seguía.
A pesar de esta falta de información, queda claro que Jesús, como
todo ser humano, tuvo que ser protegido y cuidado por una familia. Necesitó un
hogar que lo sostuviera en la existencia, lo librara de los peligros que
asechan a todo niño y a todo adolescente, lo adiestrara a valerse por sí mismo
y le enseñara a incorporarse eficazmente en la vida de los humanos, de su
cultura y de su sociedad. En su hogar de Nazaret, Jesús se nutrió, creció y
maduró asimilando los valores de unos padres profundamente religiosos y
enraizados en la cultura de su pueblo.
Es válido por tanto reflexionar sobre la familia teniendo como
referente la familia de Jesús. La familia es como la tierra: engendra y nutre
plantas sanas o raquíticas según la calidad de los nutrientes que posee.
Es verdad que la familia no lo es todo, pero no se puede negar que
a ella le corresponde una aportación decisiva en la construcción de la personalidad
del ser humano. La familia marca nuestra fisonomía física, psíquica, cultural,
social y religiosa.
Nos abrimos a la vida y la vamos descubriendo a través de los ojos de nuestros padres y de nuestros
hermanos; nos orientamos por lo que oímos y vemos en nuestra familia: por lo
que se nos dice –¡el hombre se forma por la palabra!–, nos relacionamos con los
demás conforme a las relaciones que vivimos en nuestro hogar; forjamos nuestra
seguridad personal, a partir de la seguridad que la familia nos brindó.
Todo lo que vimos y oímos en los primeros años nos marcó para
siempre. Por eso, es innegable que en el tejido de las relaciones familiares se
lleva a cabo el proceso de formación de la conciencia, la asimilación de los valores,
la capacidad de expresar y suscitar sentimientos y afectos humanos.
No es un lugar común decir que la familia está en crisis; es una
realidad preocupante. Muchos piensan que el problema principal de la sociedad
actual es la inseguridad, pero es innegable que la primera causante de
inseguridad puede ser con frecuencia la propia familia. Además de ir en aumento
el número de familias incompletas y de hijos nacidos fuera de matrimonio, las familias
bien constituidas padecen un incesante bombardeo de mensajes que minan su
unidad y consistencia.
A la casa entran, violando controles y vigilancia, los mensajes
directos o subliminales de la internet y de la TV: violencia, pornografía,
frivolidad, relativismo moral e increencia. Se añade a esto la inseguridad económica
de tantos grupos sociales: el desempleo, que genera desasosiego y obliga a
muchos a emigrar, o la sobrecarga de trabajos que hace que los padres pasen la
mayor parte del día fuera del hogar.
Por estas y otras causas de orden moral y social, la familia puede
ser la primera célula neurótica de la sociedad. La familia es el ámbito en el
que es posible vivir las mayores alegrías y también los más duros sufrimientos
y tribulaciones.
Todos sabemos que hay tanto de lo uno como de lo otro, y que el
problema no está en la institución, en cuanto tal, sino en las personas que
componen cada familia. Ellas son, en definitiva, las que preparan y abonan la
tierra para que la frágil planta que es una persona crezca sana y segura.
Cuando un hombre y una mujer se aman de verdad (y esta es la condición sine qua non para que haya familia), se
da el calor afectivo que propicia el diálogo, el espíritu de superación y,
sobre todo, la fe.
El evangelio nos hace contemplar, pues, a la familia que el Hijo
de Dios necesitó para su crecimiento y desarrollo humano. José
y María contribuyeron eficazmente con la gracia para plasmar y formar en el
niño, adolescente, joven y adulto Jesús su inconfundible modo de ser y de actuar,
de orar y tratar a los demás.
El ejemplo del hogar de Nazaret, será siempre un referente para nuestras
familias en la tarea diaria de hacer del hogar un ámbito eficaz para la
formación de personas verdaderamente creyentes, libres, responsable y seguras.
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