P.
Carlos Cardó SJ
Un
concierto de ángeles, óleo sobre lienzo de Phillipe de Champaigne (siglo XVII),
Museo de Bellas Artes de Ruán, Normandía, Francia
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En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar". Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: "¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven!¡Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!".
Los discípulos han sido enviados por Jesús a predicar y regresan
contentos por el éxito alcanzado. Jesús ser alegra y da gracias a Dios, su
Padre. Movido por el Espíritu Santo,
exclamó: Yo te alabo, Abba, Señor del cielo y de la tierra… Esta oración de
alabanza y acción de gracias refleja la intimidad con que se dirigía a Dios,
llamándole Abbá.
Pronunciada
por Él con toda su resonancia aramea, la palabra Abbá era el modo común como un hijo se dirigía a su progenitor; los
niños le decían abbí. Es palabra inequívocamente tierna y confiada para quien la
pronuncia y para quien la escucha. Quien la dice se identifica a sí mismo por
su íntimo parentesco con el otro. En el caso de Jesús, expresa el afectuoso
respeto con que se sitúa ante Aquel de quien procede. Hace ver que ante el
misterio de Dios, Jesús siente la máxima cercanía que un hombre es capaz de
experimentar. Así trata a Dios y así nos enseña a tratarlo. Es lo más central
de cristianismo.
Ya no hay cabida al miedo en la relación con Dios, porque el miedo
supone el castigo (1Jn 4, 18). Otra
cosa es el “temor de Dios, inicio de la sabiduría” (Prov 9,10) que es respeto amoroso y obediente. Ambas cosas, amor y
respeto, van siempre juntos. Jesús nos enseña a experimentar así a Dios: como ternura
de máxima intimidad y a la vez altísimo Señor de cielo y tierra, más íntimo a
mí que yo mismo y a la vez totalmente otro, misericordioso y justo, cuya
omnipotencia está siempre a nuestro favor y es capaz de obrar por nosotros
mucho más de lo que podemos esperar y pedir.
Jesús alaba a su Padre porque el establecimiento de su reinado, el
señorío de su amor salvador sobre todo lo creado, ha comenzado ya. Su fuerza
transformadora se ha desplegado e irá extendiéndose en su relación con nosotros
y con el mundo. Actúa en quienes se dejan conducir por el Espíritu de Jesús y
es objeto de nuestra esperanza, pues culminará en el tiempo fijado por Dios.
Este conocimiento de la voluntad salvadora de Dios es una gracia
que llena de esperanza a los humildes y sencillos, pero permanece oculta a los
sabios y entendidos de este mundo. Sencillos y humildes son los que ponen su
destino en manos de Dios con espíritu de confianza y entrega, seguros de que
Dios permanecerá con ellos para siempre, y enjugará toda lágrima de sus ojos (Ap
7,17; 21,4).
Sabios y prudentes según el mundo son, en cambio, los que nada
esperan ni de Dios ni de los demás, porque ponen su confianza en su propio
poder y en lo que tienen. Son los que se sirven y se guardan para sí mismos, quedándose
solos al final, con sus vidas vacías y sin promesa. No reconocen que la persona
humana sólo se logra a sí misma y se humaniza si se hace hijo de Dios y hermano
de su prójimo. Reconocerán finalmente que han construido sobre arena.
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