P. Carlos Cardó SJ
Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. El no era la luz, sino el testigo de la luz. Este es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: "¿Quién eres tú?". El confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: "Yo no soy el Mesías". "¿Quién eres, entonces?", le preguntaron: "¿Eres Elías?". Juan dijo: "No". "¿Eres el Profeta?". "Tampoco", respondió. Ellos insistieron: "¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?". Y él les dijo: "Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías". Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: "¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?". Juan respondió: "Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia". Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba.
Este día se conoce como el domingo de la alegría porque comienza
con la exhortación de san Pablo: ¡Alégrense!
Nuevamente les digo: alégrense. El Señor está cerca. Se nos pide que dejemos brotar de nuestro
interior la alegría de un corazón agradecido.
Para Isaías (Is
61,1-2a. 10- 11), la razón de la alegría es que Dios viene a cambiar la
situación de desdicha en que vive su pueblo. El profeta siente que el Espíritu del Señor le ha enviado a dar la
Buena Noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para
proclamar el año de gracia del Señor. Y esta misión le produce una
gran alegría que lo lleva a exclamar: Desbordo de gozo en el Señor y me
alegro con mi Dios”, palabras que
nos recuerdan las de la Virgen: Engrandece mi alma al Señor, se alegra mi
espíritu en Dios, mi salvador (Lc 1,46).
En la segunda lectura (1
Tes 5,16-24), San Pablo invita a estar siempre alegres, constantes en el orar…
y en la acción de gracias. Si nos dejamos guiar por el Espíritu, viviremos
en la alegría fruto de la confianza.
Conviene, pues, preguntarnos: ¿Hasta qué punto la alegría es el
signo de nuestra fe?, ¿o hemos convertido el espíritu cristiano en “una
Cuaresma sin Pascua” como dice el Papa Francisco? (Evangelii gaudium, 6).
La alegría es un componente esencial de
la fe. Pero para que esta afirmación no sirva de pretexto que quite seriedad a
nuestro compromiso cristiano, se ha de recordar que la alegría cristiana no es
el simple optimismo que nace de la naturaleza humana, o de una situación personal de prosperidad, ni es fruto simplemente de
nuestras diversiones por sanas que sean.
La auténtica alegría es la que sentimos cuando nos hacemos
conscientes de la presencia del Señor, y esta alegría nos hace capaces de reconocer, sin ingenuidad ni cinismo, que
este mundo nuestro, transido de violencia y dolorosamente maltrecho, es digno
de aceptación y ocasión recóndita de gratitud.
Por eso la alegría cristiana puede
sentirse incluso en medio del dolor, fortalece en las pruebas, da paz y
confianza al momento de morir. La alegría cristiana sostiene la disposición
para afirmar que la vida de los demás es digna de aceptación y me da grandes motivos
de gratitud. La alegría cristiana no se da sin amor. Y finalmente, se
nutre en la oración. En medio de nuestras vidas agitadas, buscamos la presencia
de Dios y recibimos de Él consuelo, paz y, fortaleza. La auténtica alegría sólo
viene de Dios, es reflejo de su gracia.
Otro tema de la liturgia de hoy es nuestra preparación
para la venida del Señor, como nos invita a hacerla Juan Bautista. Su figura
sintetiza a los sabios y profetas que en todas las épocas han despertado las
conciencias y han movido a la gente a cambiar. Juan Bautista
no es la luz, sino testigo de la luz. Él invita
a reconocer la luz que viene a iluminarnos y a dejarnos guiar por ella
hacia la verdad de nosotros mismos ante Dios.
Estos enviados se atreven a someter a Juan a un
interrogatorio. Es el proceso de cuestionamientos y acusaciones que se inicia
aquí contra Juan y seguirá luego contra Jesús, para continuarse después de Él
contra sus discípulos. Es un drama, con protagonistas y antagonistas. Por una
parte, Juan y Jesús, el testigo de la Palabra y la Palabra testimoniada,
respectivamente; por otra, los sacerdotes, escribas y fariseos, que representan
al poder injusto que se cierra a la luz.
Siempre ha habido profetas, personas libres e inspiradas que
iluminan a la humanidad como faros en la noche. A lo largo de la Biblia, ellos
aparecen cumpliendo la misión de mantener viva la humanidad, la dignidad y la
libertad de la gente, para que nadie se resigne a ningún tipo de esclavitud o
pérdida de sus legítimos derechos. Por eso desenmascaran la falsedad y
corrupción y prestan su voz a cuantos sufren y no tienen voz. Se entiende por
qué los profetas terminan pagando un altísimo precio a su misión: el martirio.
Con la venida de Cristo y de su Espíritu, se extendió el carisma y
función de profecía. Se cumplió el deseo de Moisés: ¡Ojalá que todo el pueblo fuera profeta! (Num 11,29). Por eso San
Pablo defendía a los profetas (1Tes 5,20),
por el bien de las comunidades cristianas (1
Cor 14,29-32), porque el profeta edifica,
exhorta y consuela (1Cor 14,3).
La Iglesia es la comunidad de los ungidos con el
crisma de Cristo, sacerdote, profeta y rey. Y esa unción recibida en el
bautismo nos configura con Él y nos destina a ser testigos suyos y de su
evangelio, tanto de palabra como con nuestra conducta.
Profeta es quien edifica
con su forma de vida, que muchas veces contradice al ambiente que lo rodea.
Profeta es el que exhorta conforme a lo que ha visto y recuerda. Y profeta es
el que consuela porque da razón para la esperanza. Su testimonio siempre es una
experiencia vivida que se hace palabra y se transmite. La
Iglesia no puede dejar la profecía. Nuestros tiempos
necesitan profetas.
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