P.
Carlos Cardó SJ
La
adoración del niño, óleo sobre lienzo de Antonio da Corregio (1524-26), Galería
de los Uffici, Florencia, Italia
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Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. El no era la luz, sino el testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él, al declarar: "Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo". De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre.
Cada año la fiesta de Navidad nos
hace meditar con profunda admiración las palabras del prólogo del evangelio de San
Juan: “El verbo de Dios se hizo carne y
habitó entre nosotros” (Jn 1). Dios no ha querido únicamente mirar desde lo
alto el mundo creado por Él, sino que ha descendido, hasta hacerse uno de
nosotros para elevarnos hasta Él.
A Dios nadie lo ha visto nunca, pero
se ha querido incorporar en nuestro mundo y en nuestra historia por medio de su
Hijo Jesucristo para habitar entre nosotros. Nos había hablado antiguamente por
medio de los profetas, pero ahora nos ha hablado en su propio Hijo, hecho Emmanuel,
Dios-con-nosotros, cercano y prójimo nuestro.
Esto es lo que celebramos en la
Navidad: un acontecimiento histórico, real, que sigue afectando profundamente
nuestras personas, y no sólo nuestros sentimientos o nuestra admiración
estética o nuestro gusto festivo…, porque toca a lo más íntimo de nuestro corazón
y, sobre todo, porque ha pasado a ser parte de nuestra historia, dándole una
característica especial a nuestra identidad.
Celebramos el nacimiento del Niño,
del Niño por excelencia y con mayúscula, sin el cual nuestra vida simplemente
no tiene sentido; no seríamos lo que somos ni pensaríamos el futuro como lo
pensamos. El mundo, la historia y nuestras propias vidas son ya otra cosa desde
que Dios quiso nacer para nosotros en Belén y porque, al hacerlo, Él comparte
nuestro destino y lo asegura para toda la eternidad.
Dice San Juan que vino a los suyos
y los suyos no lo recibieron, pero a cuantos lo recibieron, a los que creyeron
en Él, les dio la capacidad de ser hijos de Dios. En efecto, se requiere la
gracia de la fe para entender y aceptar la identidad del Niño que nace en
Belén. Reconocer en Él al Eterno que se ha hecho tiempo, al Hijo de Dios que se
ha hecho hombre, al Creador, ley y razón universal, que ha tomado para sí carne
humana, sin dejar de ser al mismo tiempo Verbo y Palabra divina con toda su
gloria y el abismo insondable de su amor y poder infinitos, eso no nos lo puede
revelar ni la carne ni la sangre, ni mortal alguno sobre la tierra (Mt 16, 17), sino Dios su Padre que está
en los cielos.
Un antiguo himno litúrgico canta
la paradoja increíble de la grandeza del Salvador del mundo que se descubre en
la pequeñez de un recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre:
Hoy ha nacido de la Virgen María
Aquel que mantiene en su mano el universo.
Ha sido envuelto en pañales,
Aquel que por esencia es invisible.
Siendo Dios, ha sido recostado en un pesebre,
Aquel que ha afirmado sobre los cielos su trono.
Que la inmensa majestad de Dios
haya aparecido en la estrechez de este mundo maltrecho, que el Santo y feliz
comparta las tristezas y lágrimas de esta tierra nuestra, que la Vida eterna
asuma vida temporal para morir en la cruz… ¡y todo esto por mí!, esta es la
verdad inabarcable, la belleza espléndida, la bondad más tierna y profunda que
tiene para nosotros la Navidad.
Es, pues, mucho más que una fiesta
familiar, por bella y tierna que sea. Navidad es el día en que declaro mi
adhesión personal a la Palabra de Dios, que ha querido decírseme en el pequeño
Niño de Belén como la increíble bondad y amor inmerecido de Dios por mí, y yo
acojo esa Palabra para que nazca en mí y me transforme, hasta el punto de que
pueda realizarse en cada uno de nosotros lo que deseaba San Pablo: que Cristo
nazca por la fe en nuestros corazones (Ef
3,17), que Cristo se forme en nosotros (Gal
4,19).
Y eso es posible y deseable, como
no dudaron en afirmarlo los grandes maestros del espíritu: que Dios mismo entra
en nuestros corazones como entró en Belén, como vino al mundo en la primera
Navidad, y que lo hace de manera real y verdadera, y con mayor intensidad e
intimidad aún que entonces.
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