P.
Carlos Cardó SJ
El
nacimiento de Juan Bautista, óleo sobre lienzo de Esteban Murillo (1655), Museo
Norton Simon, Pasadena, California, Estados Unidos
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Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo. Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella. A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: "No, debe llamarse Juan". Ellos le decían: "No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre". Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran. Este pidió una pizarra y escribió: "Su nombre es Juan". Todos quedaron admirados. Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios. Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los alrededores, y se lo comentaba en toda la región montañosa de Judea. Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: "¿Qué llegará a ser este niño?". Porque la mano del Señor estaba con él.
Juan Bautista, figura clave del tiempo de Adviento, fue el hombre
que recibió de Jesús el mayor de los elogios: Yo les digo que, entre los hijos de mujer, no hay nadie mayor que Juan.
La narración de su nacimiento la hace san Lucas con pocas
palabras, porque prefiere resaltar más la imposición de su nombre. Pero en esas
pocas palabras, se expresa algo muy importante en la Biblia: la concepción y
nacimiento de los personajes que van a tener una especial misión en la historia
de Israel es un acontecimiento en el que Dios interviene.
Esto se destaca de modo especial cuando la mujer que concibe es
una estéril como Sara, esposa de Abraham y madre de Isaac (cf. Gen 16, 1; 17, 1), o como la esposa de
Manoa, que concibió y dio a luz a Sansón (Cf. Jue 13, 2-5). Por esto, en el caso de Isabel, esposa estéril de
Zacarías, los vecinos ven en su parto una acción de la misericordia y se
alegran con ella.
Aparte de esto, es indudable que la antropología contenida en la
Biblia considera la venida al mundo de toda persona humana no como un acontecimiento
o fenómeno fortuito o puramente biológico. Cada nacimiento es un hecho querido
por Dios, y responde siempre a un designio suyo de amor. Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre. Te doy
gracias porque eres sublime y tus obras son prodigiosas (Sal 139, 13-14).
El
nombre Juan. En las culturas antiguas el nombre que se daba a las personas era
siempre significativo. «Nomen est omen», (el
nombre es presagio, pronóstico), decían
los latinos; y para los hebreos el
nombre señalaba algún atributo de Dios que en la vida del recién nacido se iba
a manifestar, o el significado de la misión que le tocaba desempeñar al niño.
Su
nombre es Juan (Lc 1,63) dice Isabel y Zacarías
lo confirma ante de los parientes maravillados, escribiéndolo en una tablilla.
El mismo Dios, por su ángel, había dado este nombre que significa Dios es favorable. En la vida de Juan, Dios
se mostrará favorable a su pueblo y a toda la humanidad. Pero no sólo en su
vida: Dios siempre está en favor de todos sus hijos e hijas, en favor de toda
vida humana aun antes de nacer. Mi propia vida, desde su concepción, demuestra
que soy llamado por Él a la existencia. El
Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció
mi nombre (Is 49,1).
Juan nace con una misión
que cumplirá cabalmente: vivirá dedicado a preparar la venida de Jesús Mesías.
Como él, todos tenemos una misión que cumplir: la que nuestro Creador y Padre
nos asigna aun antes de nacer. Ella confiere orientación y sentido a mi
existencia. Percibida en mi interior como una llamada o atracción que aúna y orienta
todos mis deseos, puedo libremente optar por ella como mi propio camino y
elegir las actitudes que más me conduzcan a su cumplimiento, seguro de que en
ello me juego mi realización personal y mi felicidad.
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