viernes, 8 de diciembre de 2017

Encarnación – Fiesta de la Inmaculada (Lc 1, 26-38)

P. Carlos Cardó SJ
La inmaculada, óleo sobre lienzo de Francisco Rizi (1651), Museo del Prado, Madrid
El Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: “¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo”. Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Ángel le dijo: “No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”. María dijo al Ángel: “¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún varón?”. El Ángel le respondió: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios”. María dijo entonces: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”.  Y el Ángel se alejó. 
En adviento se sitúa la fiesta de la Inmaculada Concepción. Se nos presenta la figura de María como la Virgen fiel, atenta a la Palabra de Dios que se encarna en su seno, modelo de oración, vigilancia y espera. Es lo que se nos pide en adviento.
El adviento da motivos muy válidos para la admiración, gratitud y amor que profesamos a la Madre de Dios. Conviene, pues, meditar en María de Adviento, que se prepara para la venida de su Hijo. Para toda mujer, el nacimiento de su hijo supone una fiesta extraordinaria, que cambia su vida para siempre; pero los meses de gestación son un tiempo excepcional, en el que se genera entre la madre y su hijo una intimidad verdaderamente indisociable. Por eso, si la navidad es la fiesta que exalta la maternidad de María, el adviento exalta la fe con que María acepta su vocación de madre del Redentor.
El texto de Lucas sobre la anunciación a María (Lc 1,26-38) refleja la alegría de Dios en su encuentro, por medio del ángel, con María, la llena de gracia…, bendita entre todas las mujeres. Y esta alegría que Dios le transmite abre la espera de la virgen madre. En María, la humanidad acoge el ofrecimiento de salvación hecho por Dios. Dios ha hallado una madre que le haga nacer entre nosotros.
Todo en María ha sido predestinado por Dios con vistas al cumplimiento de su voluntad de revelarse a la humanidad y salvarla enviando a su Hijo al mundo. Dios ha querido encontrarse con ella desde su eternidad. El sueño de Dios en favor de sus hijos puede al fin realizarse. Y Dios viene, se incorpora en nuestra historia, sella su alianza con nosotros para siempre.
María acoge el plan de Dios con la actitud de obediencia propia de la fe. Pero esta obediencia lleva primero a remontar las dificultades del creer. María, como los grandes creyentes de la historia, no teme expresar ante su Dios su propio sentimiento de incapacidad frente al designio divino que trasciende toda humana razón: ¿cómo podrá ser esto si no tengo relación con ningún varón?
Y en virtud de esa misma fe confiada que le hace al mismo tiempo referir toda su existencia al Dios que todo lo puede, no duda en responder al anuncio: Hágase en mí lo que has dicho. En su respuesta halla eco el Hágase divino, por el que fueron creadas todas las cosas. Su acogida de la gracia anuncia la nueva creación.
María pone a disposición del Padre su cuerpo virginal, para que su Hijo pueda tener un cuerpo humano por obra del Espíritu Santo, y se convierta en hermano nuestro. Lo imposible se hace posible. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
En la Encarnación María inicia un camino de fe, y ya toda su vida será un caminar en la “obediencia de la fe”, un continuo Adviento de esperanza en el silencio de la oración, en la oscuridad de la fe, en la sorpresa del misterio de Dios. María conservaba todas estas cosas en su corazón (Lc 2, 19).
Santa María, Madre de Dios,
consérvame un corazón de niño,
puro y cristalino como una fuente.
Dame un corazón sencillo,
que no saboree las tristezas;
un corazón grande para entregarse,
tierno en la compasión;
un corazón fiel y generoso,
que no olvide ningún bien,
ni guarde rencor por ningún mal.
Forma en mí un corazón manso y humilde,
que ame sin reclamar agradecimiento,
gozoso al desaparecer en el corazón de tu divino Hijo;
un corazón grande e indomable,
que con ninguna ingratitud se cierre
y con ninguna indiferencia se canse;
un corazón apasionado por la gloria de Jesucristo,
herido por su amor,
con una herida que sólo se cure en el cielo Amén. [Léonce de Gramaison S.J.]

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