P. Carlos Cardó SJ
La inmaculada, óleo sobre lienzo de Francisco Rizi (1651), Museo del Prado, Madrid |
El Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: “¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo”. Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Ángel le dijo: “No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”. María dijo al Ángel: “¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún varón?”. El Ángel le respondió: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios”. María dijo entonces: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”. Y el Ángel se alejó.
En adviento se sitúa la fiesta de la Inmaculada Concepción. Se nos
presenta la figura de María como la Virgen fiel, atenta a la Palabra de Dios
que se encarna en su seno, modelo de oración, vigilancia y espera. Es lo que se
nos pide en adviento.
El adviento da motivos muy válidos para la admiración, gratitud y
amor que profesamos a la Madre de Dios. Conviene, pues, meditar en María de
Adviento, que se prepara para la venida de su Hijo. Para toda mujer, el nacimiento
de su hijo supone una fiesta extraordinaria, que cambia su vida para siempre;
pero los meses de gestación son un tiempo excepcional, en el que se genera
entre la madre y su hijo una intimidad verdaderamente indisociable. Por eso, si
la navidad es la fiesta que exalta la maternidad de María, el adviento exalta
la fe con que María acepta su vocación de madre del Redentor.
El
texto de Lucas sobre la anunciación a María (Lc 1,26-38) refleja la alegría de Dios en su encuentro, por medio del ángel, con
María, la llena de gracia…,
bendita entre todas las mujeres. Y esta alegría que Dios le transmite abre
la espera de la virgen madre. En
María, la humanidad acoge el ofrecimiento de salvación hecho por Dios. Dios ha
hallado una madre que le haga nacer entre nosotros.
Todo
en María ha sido predestinado por Dios con vistas al cumplimiento de su
voluntad de revelarse a la humanidad y salvarla enviando a su Hijo al mundo. Dios
ha querido encontrarse con ella desde su eternidad. El sueño de Dios en favor
de sus hijos puede al fin realizarse. Y Dios viene, se incorpora en nuestra
historia, sella su alianza con nosotros para siempre.
María
acoge el plan de Dios con la actitud de obediencia propia de la fe. Pero esta
obediencia lleva primero a remontar las dificultades del creer. María, como los
grandes creyentes de la historia, no teme expresar ante su Dios su propio
sentimiento de incapacidad frente al designio divino que trasciende toda humana
razón: ¿cómo podrá ser esto si no tengo
relación con ningún varón?
Y
en virtud de esa misma fe confiada que le hace al mismo tiempo referir toda su
existencia al Dios que todo lo puede,
no duda en responder al anuncio: Hágase en mí lo que has dicho. En su respuesta halla eco el Hágase divino, por el que fueron creadas
todas las cosas. Su acogida de la gracia anuncia la nueva creación.
María
pone a disposición del Padre su cuerpo virginal, para que su Hijo pueda tener
un cuerpo humano por obra del Espíritu Santo, y se convierta en hermano nuestro.
Lo imposible se hace posible. Y el Verbo
se hizo carne y habitó entre nosotros.
En la Encarnación María inicia un camino de fe, y ya toda su vida
será un caminar en la “obediencia de la fe”, un continuo Adviento de esperanza
en el silencio de la oración, en la oscuridad de la fe, en la sorpresa del
misterio de Dios. María conservaba todas
estas cosas en su corazón (Lc 2, 19).
Santa María,
Madre de Dios,
consérvame un
corazón de niño,
puro y
cristalino como una fuente.
Dame un
corazón sencillo,
que no
saboree las tristezas;
un corazón
grande para entregarse,
tierno en la
compasión;
un corazón
fiel y generoso,
que no olvide
ningún bien,
ni guarde
rencor por ningún mal.
Forma en mí
un corazón manso y humilde,
que ame sin
reclamar agradecimiento,
gozoso al
desaparecer en el corazón de tu divino Hijo;
un corazón
grande e indomable,
que con
ninguna ingratitud se cierre
y con ninguna
indiferencia se canse;
un corazón
apasionado por la gloria de Jesucristo,
herido por su
amor,
con una
herida que sólo se cure en el cielo Amén. [Léonce
de Gramaison S.J.]
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