P. Carlos Cardó SJ
Llamado a San Mateo, óleo sobre lienzo de
Niccolo Tornioli (1635-7), Museo de Bellas Artes de Rouen, Francia
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En aquel tiempo, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado a su mesa de recaudador de impuestos, y le dijo: "Sígueme". Él se levantó y lo siguió. Después, cuando estaba a la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores se sentaron también a comer con Jesús y sus discípulos. Viendo esto, los fariseos preguntaron a los discípulos: "¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?". Jesús los oyó y les dijo: "No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos. Vayan, pues, y aprendan lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores".
Tres temas importantes
de la tradición cristiana aparecen unidos en un solo relato: el llamamiento de
Mateo publicano (llamado Leví en Mc 9,14 y en Lc 5,27), la comida de Jesús con gente de mal vivir, y la frase que sintetiza la misión para la
que ha sido enviado: No he venido a
llamar a los justos sino a los pecadores.
Mateo (o
Leví) ejercía un oficio despreciable: era cobrador de los impuestos (sobre el suelo y per capita) que los romanos
obligaban a pagar a los pueblos dominados. Los funcionarios del Estado
encargados de ello solían arrendar sus mesas al mejor postor y, generalmente
eran los publicanos los que las obtenían por las ganancias que les reportaban.
Se valían de artimañas para explotar al público, alteraban las tarifas
oficiales, adelantaban el dinero a quienes no podían pagar, para después
cobrárselo con usura. Por eso, pero sobre todo porque colaboraban con los
romanos, eran tenidos por traidores y ladrones, no poseían derechos civiles
entre los judíos y la gente los evitaba.
Jesús ve las
cosas de otra manera, Él trae consigo la misericordia que extrae el bien de
todas las formas de mal y regenera al que no tiene quien le ayude a cambiar.
Pasa delante de Mateo, lo ve y le dice: Sígueme.
Sin más, sin siquiera esperar su cambio de profesión y, sobre todo, la
reparación que debía hacer y consistía en restituir la cantidad defraudada,
aumentada en una quinta parte. Pero ¿cómo puede saber Mateo a quién ha robado
todo? Ciertamente ni él ni los allí presentes se lo esperaban. Y por
eso, sin más trámite, se levantó y lo
siguió; es decir, inició un
camino de transformación que hará de él una persona nueva.
A continuación Jesús realizó un gesto público
que debió resultar tanto o más chocante porque al no dudar en irse a comer con
Mateo y permitir que tomaran parte también en la mesa muchos recaudadores de impuestos y pecadores públicos, estaba
realizando una acción atrevida, provocadora desde el punto de vista religioso.
Era un signo profético, con el que Jesús
venía a declarar que la comunión de mesa del banquete del reino de los cielos
no estaba reservada únicamente a los justos cumplidores de la ley y miembros de
la raza escogida, sino que está abierta también a los excluidos, a los
despreciados, a los no practicantes, incluso a los traidores porque el Dios que
obra en Jesús a nadie excluye, y está dispuesto a perdonar a quienes más
necesitan de su misericordia. Ellos son los primeros receptores de su amor, que
transforma sus vidas y los hace personas nuevas.
En consecuencia, en la comunidad cristiana no
puede haber discriminaciones ni exclusiones. La frase de Jesús condensa la
manera como Él ve su misión recibida del Padre y hace tomar conciencia a los
cristianos de que ellos, los primeros, son los pecadores que han sido tocados
por la misericordia de Dios y han sido llamados a su servicio. No he venido a llamar a los justos sino a
los pecadores. Es un tema central en la predicación de Jesús y se puede ver
en sus parábolas del hijo pródigo, de los viñadores homicidas, de los invitados
a las bodas...
Cada miembro
de la comunidad cristiana puede verse en Mateo, o entre los pecadores invitados
a la mesa de Jesús. Cada uno puede sentirse objeto de misericordia, acogido a
la mesa. También puede sentirse llamado a aprender qué quiere decir: misericordia quiero y no sacrificios. Lo que espera
Dios de nosotros son gestos solidaridad y misericordia, más que actos religiosos
externos. Jesús da ejemplo, poniéndose a la mesa con pecadores, cumple la
voluntad divina de buscar a esa gente y ofrecer a todos la posibilidad de
rehabilitarse.
Y esto es lo
más importante del pasaje evangélico: la revelación del Dios de Jesús en
contraposición con el Dios de los judíos. Éste era discriminador; el de Jesús
es Dios de misericordia, que no quiere que nadie se pierda y a todos acoge porque
es padre. Jesús aparece no sólo como maestro de misericordia sino como
encarnación misma del amor misericordioso que es la esencia de Dios. Su
comunidad, por tanto, no puede ser otra cosa que un espacio acogedor y fraterno
en el que se refleje el rostro del Dios de Jesús.
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