martes, 5 de septiembre de 2017

El endemoniado de la sinagoga (Lc 4, 31-37)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo enseñando en la sinagoga de Nazareth, fresco de autor anónimo del siglo XIV, Monasterio de 
Visoki Decani, Kosovo
En aquel tiempo, Jesús fue a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los sábados enseñaba a la gente. Todos estaban asombrados de sus enseñanzas, porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga un hombre que tenía un demonio inmundo y se puso a gritar muy fuerte: “¡Déjanos! ¿Por qué te metes con nosotros, Jesús nazareno? Sé que tú eres el Santo de Dios”.Pero Jesús le ordenó: “Cállate y sal de ese hombre”. Entonces el demonio tiró al hombre por tierra, en medio de la gente, y salió de él sin hacerle daño. Todos se espantaron y se decían unos a otros: “¿Qué tendrá su palabra? Porque da órdenes con autoridad y fuerza a los espíritus inmundos y éstos se salen”. Y su fama se extendió por todos los lugares de la región.
El combate iniciado en las tentaciones en el desierto se prolonga en la vida de Jesús. Investido del poder de Dios, enfrenta y vence al mal en todas sus formas. Para eso ha sido enviado y para eso ha recibido la unción del Espíritu (Lc 4, 18; Is 61, 1).
La creación rota, la humanidad dividida, el ser humano oprimido o esclavizado, representan en la Biblia el dominio de Satanás, cuyo nombre significa en hebreo “adversario, enemigo, acusador” y en el evangelio de Juan aparece como el “mentiroso”. Derrocado Satán, queda establecido definitivamente el dominio y reinado de Dios. Una nueva era de paz y libertad para todos se abre con Jesús. Éste es el sentido del episodio de la liberación del endemoniado de la sinagoga de Cafarnaúm, cuadro vivo del poder de la palabra de Jesús sobre las fuerzas del mal que perjudican la vida humana.
Jesús acudía a la sinagoga los sábados para orar con el pueblo y enseñar. La sinagoga tenía una importancia capital en la vida de los judíos. Desde la destrucción del templo por los babilonios durante el segundo asedio de Nabucodonosor a Jerusalén en 587 a.C., la sinagoga se convirtió en el lugar de la asamblea de oración; en ella los rabinos leían y comentaban la biblia y el pueblo afirmaba su unidad.
Esa tradición se ha mantenido a lo largo de los siglos. La presencia habitual de Jesús en la sinagoga demuestra que vivió intensamente la vida de su pueblo. Se mantuvo alejado de los ambientes que frecuentaban los dirigentes políticos y religiosos: la corte de Herodes, el templo de Jerusalén, el Consejo de los ancianos (Sanedrín) y, obviamente, el entorno del procurador romano. No era escriba ni rabino. Se le vio como profeta, cuando ya no había profetas, pero Él se decía superior a un profeta (Mt 12,41).
Sin embargo en la sinagoga solía leer y explicar la Escritura y lo hacía de una manera muy particular: hablaba en primera persona (“En verdad, en verdad, yo les digo…”) y acompañaba sus discursos con acciones carismáticas (exorcismos, curaciones, perdón de los pecados). Estaban asombrados de su enseñanza (v. 32), de la autoridad de su palabra, de su gran fuerza de persuasión y prestigio, que provenían de “la fuerza del Espíritu” (cf. Lc 4,14), con el que ha sido “ungido” (Lc 4,18).
En ese contexto, Marcos y Lucas sitúan el encuentro que tuvo Jesús con un hombre que tenía el espíritu de un demonio inmundo (es la traducción literal del v. 33). El pasaje, además, es una continuación del anterior, del discurso programático de Jesús en la sinagoga de Nazaret, en el que describió la obra que el Espíritu le enviaba a realizar. Aquí se describe vívidamente el enfrentamiento entre el Espíritu de Dios, que hace de Jesús el liberador y defensor de la vida humana, y el espíritu del mal que produce el envilecimiento moral de sus víctimas y generalmente se manifiesta como una enfermedad física o psíquica con síntomas violentos como, por ejemplo, mudez (Lc 11,14), escoliosis (Lc 13,11), epilepsia (Lc 9,39), delirio patológico (Lc 8,29).
Este último síntoma es el que parece manifestar el endemoniado de la sinagoga, que se puso a gritar a grandes voces como un energúmeno o un fanático alterado. Se siente amenazado ante la presencia de alguien superior contra el que no va a poder y le grita con evidente  hostilidad: ¿Qué tienes que ver con nosotros? Reconoce, pues, que no hay ni puede haber ningún interés común con Jesús, ni el más mínimo punto de contacto con su autoridad y con su poder, y por eso su desesperación: ¿Has venido a destruirnos?
La liberación de espíritus inmundos (cf. Lc 10,19), era una de las grandes expectativas del pueblo judío para el tiempo de la llegada del Mesías. Y eso es lo que se realiza con la llegada de Jesús. El pobre hombre del relato sabe que el espíritu que lo agita no tiene ya nada que hacer frente al Espíritu del que Jesús es portador, que sana los corazones y libera a los oprimidos (Lc 4,18), ni frente a su santidad, que revela su íntima vinculación con Dios, el Santo (Lc 3,22).
Jesús lo intimó: ¡Cállate! ¡Sal de ese hombre! Su mandato conminatorio manifiesta su autoridad y el poder de su palabra. El pobre desventurado quedó libre de su mal y los testigos del acontecimiento se preguntaban: ¿Qué tendrán las palabras de este hombre? No se asombran del hecho de la curación en sí, aunque es asombroso, sino de su causa, la palabra de Jesús, en la que intuyen el poder de Aquel que es el único capaz de ejercer señorío en todos los campos en donde el mal actúa.
Ese mismo asombro lo puede experimentar quien escucha el evangelio y experimenta los cambios liberadores que la palabra del Señor puede realizar en su persona y en su entorno social. Liberado por el anuncio de la buena noticia, puede él también proclamar: Hoy se ha cumplido entre ustedes la Escritura que acaban de oír (Lc 4, 19). 

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