P.
Carlos Cardó SJ
Cristo
saliendo de la sala del tribunal, óleo sobre lienzo de Gustave Doré
(1867-1872), Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Estrasburgo, Francia
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En aquel tiempo, como todos comentaban, admirados, los prodigios que Jesús hacía, éste dijo a sus discípulos: "Presten mucha atención a lo que les voy a decir: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres". Pero ellos no entendieron estas palabras, pues un velo les ocultaba su sentido y se las volvía incomprensibles. Y tenían miedo de preguntarle acerca de este asunto.
La gente estaba admirada por todo lo que Jesús hacía. Justamente
acababa de mostrar su misericordia, liberando de las potencias del mal a un
pobre niño indefenso. Pero Jesús advierte que se trata de una reacción superficial
de asombro y maravilla, pero no de fe.
Aprovecha entonces la oportunidad para volver a hablar a sus
discípulos del destino que le aguarda, de modo que no se queden como la gente
en el carácter prodigioso de sus acciones sino que se preparen para asumir el
misterio de su inminente pasión y cruz, no como una fatalidad, sino como el
medio de redención escogido por Dios en su proyecto de salvación.
Por eso les dice de manera apremiante: Métanse bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser
entregado en manos de los hombres. Es como si les dijera: Grábense bien en la
memoria lo que van a oír de mí. Cumpliendo la voluntad de mi Padre, que es
voluntad mía, voy a ser entregado en manos de las autoridades y de los
poderosos.
Los Doce, por su parte, no entienden nada. Las palabras del
Maestro les resultan totalmente oscuras. No pueden comprender cómo ese mismo
Jesús, cuya autoridad y poder entusiasma a la gente, tiene que acabar en el
nivel más bajo de la miseria humana, entregado en manos de los hombres y muerto
en una cruz.
No recordaban el destino del Siervo de Yahvé predicho por el
profeta Isaías: Se entregó a la muerte y
compartió la suerte de los pecadores…, por eso le daré un puesto de honor
(Is 53,12). Así como Pedro, Santiago y Juan no entendieron la revelación de la
gloria del Señor en el monte de la transfiguración, ninguno de los del grupo logra
entender el anuncio que les hace, y hasta tienen miedo de pedirle
explicaciones.
Quizá empiezan a imaginar que ellos mismos podrían verse
implicados en el destino trágico de Jesús. Habrá que esperar a la resurrección
para que una nueva luz ilumine sus mentes y les haga comprender esas palabras. Sin
la resurrección, la cruz es escándalo y necedad, una realidad incomprensible y
rechazable. Sólo la intervención de Dios puede cambiar la muerte en vida.
Como los Doce, también nosotros nos revolvemos contra el
sufrimiento y la cruz en cualquiera de las formas que nos puedan venir. Es un
instinto natural. Por eso nos cuesta entender la necesidad de la redención por
el dolor, que Jesús afirma con sus palabras: El Hijo del Hombre debe padecer mucho, ser rechazado por los ancianos,
los principales sacerdotes y los escribas, ser muerto… (Lc 9, 22). Es necesario que el Hijo del hombre sea
entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado… (Lc 24, 7).
Sólo un supremo acto de confianza en Dios, un abandono en manos de
aquel que puede hacer lo que a los hombres es imposible, crea en nosotros la
aceptación de un misterio así y la luz puede disipar nuestras dudas. Este acto
de absoluta confianza fue lo que permitió al hombre Jesús de Nazaret darle a
sus padecimientos y a su muerte tan cruenta el carácter y sentido de entrega
extremada que le llevó a gritar: ¡Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu! ¡Todo se ha cumplido!
Fiado como Él en el poder salvador de Dios, podemos entonces
también nosotros observar que es precisamente en la cruz donde más se demuestra
que Dios es gracia y misericordia. Cualquier otra intervención y prodigio que
Dios hiciese por mí no me demostraría más el amor que me tiene. Podría, quizá,
demostrarme su poder, pero eso no cambiaría mucho la idea que de Él nos
hacemos. En cambio, su impotencia y debilidad en la cruz, la cercanía en que
ella le pone respecto a nosotros hasta hacerle tocar y experimentar el mal que
padezco (cualquiera que sea), su solidaridad conmigo hasta la muerte, quita de
mi mente todo engaño: Dios es amor y me ama a mí, pecador.
Es lo que me libra del temor a la muerte y del egoísmo. Puedo
vivir y morir en paz. Ya nunca estaré solo. Si a ejemplo del Señor puedo llenar
de amor el vacío del mal, la pasividad negativa de la enfermedad y del dolor y
el sinsentido de la muerte, Él me revelará su presencia junto a mí y me hará
oír su voz que me dice: Me he entregado a la muerte por ti. Tú estabas fuera de
mí pero he venido hasta la cruz para estar contigo y tú conmigo, en una
comunión tan íntima, que ya nada podrá romper.
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