P.
Carlos Cardó SJ
El
banquete de Herodes, fresco de Fra Filippo Lippi (1460-1464), Catedral del
Prato (Duomo di Prato), Italia
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En aquel tiempo, el rey Herodes se enteró de todos los prodigios que Jesús hacía y no sabía a qué atenerse, porque unos decían que Juan había resucitado; otros, que había regresado Elías, y otros, que había vuelto a la vida uno de los antiguos profetas. Pero Herodes decía: "A Juan yo lo mandé decapitar. ¿Quién será, pues, éste del que oigo semejantes cosas?" Y tenía curiosidad de ver a Jesús.
El texto trata de la identidad de Jesús. Comienza con la palabra
“escuchar” y termina con “ver”, los dos verbos de la experiencia de fe. La
pregunta de Herodes: ¿Quién es éste de
quien oigo semejantes cosas?, recuerda la que los discípulos se plantearon
al ver que Jesús, con su palabra, calmó la tempestad (Lc 8,25) y prepara la que Jesús hará a sus discípulos: ¿quién dice la gente que soy yo? (9,
18). Se alude también a lo que la gente pensaba de Jesús: que podía ser Juan
Bautista vuelto a la vida, o Elías, cuya venida se esperaba para el final de
los tiempos como preparación inmediata del día del Señor, o podía ser también
alguno de los profetas antiguos.
En el caso de Herodes, él es quien se hace la pregunta, pero sin
querer realmente saber la respuesta. Gente como él no busca la verdad, está ya
determinada por sus propios prejuicios, intereses y miedos. El “rey” Herodes
–que era un tetrarca; rey había sido su padre– había oído todo lo que estaba sucediendo y no sabía qué pensar de
Jesús, es decir, estaba perplejo.
Esta observación psicológica que hace el evangelista Lucas permite
suponer que lo que más le preocupa a Herodes son los comentarios de la gente
y no el cruel asesinato que ha cometido y que reconoce diciendo: A Juan lo mandé yo decapitar; entonces,
¿quién es éste, de quien oigo tales cosas? Intenta salir de su perplejidad
con los grandes deseos de ver a Jesús, pero son una pura veleidad porque lo
que quiere, en realidad, es presenciar un espectáculo, ver cómo es ese nazareno
de quien ha oído que obra prodigios.
Había
oído, sí, y el oír es el
principio de la fe, ya que creemos porque hemos oído, la fe se transmite, pero él
es incapaz de alcanzar la verdad. El modo de vivir favorece o impide la
recepción de la verdad. Y él es de los que oprimen la verdad con la injusticia
(Rom 1, 18). El adulterio, la
prepotencia, la violencia que reinan en el mundo, y que están simbolizados en
Herodes, impiden acoger el mensaje. Por eso, este rey adúltero y sanguinario,
que encarcela y mata al profeta, se hace símbolo también del pueblo de Israel, que
encarcela y mata a los profetas que le hablan de conversión.
Herodes, por más que escuche lo que se dice de Jesús e intente
verlo, lo único que hará finalmente es procurar matarlo. Quien obra el mal
siente como una amenaza las palabras de quien lo corrige. Y al no hallar
razones, quiere acabar con él, pensando que así quedará tranquilo. El texto instruye sobre la manera como se hace imposible el
conocimiento del Señor: a pesar de escuchar
y de ver, no se reconoce el misterio
cuando no se acepta la voz que invita a la conversión y se intenta sofocarla.
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