P. Carlos Cardó SJ
Los trabajadores de la viña, óleo sobre lienzo de
Christian Wilhelm Ernst Dietrich (1750 aprox.), Palacio sobre el Agua,
Varsovia, Polonia
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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: "El Reino de los cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña. Después de quedar con ellos en pagarles un denario por día, los mandó a su viña. Salió otra vez a media mañana, vio a unos que estaban ociosos en la plaza y les dijo: ‘Vayan también ustedes a mi viña y les pagaré lo que sea justo’. Salió de nuevo a medio día y a media tarde e hizo lo mismo. Por último, salió también al caer la tarde y encontró todavía a otros que estaban en la plaza y les dijo: `¿Por qué han estado aquí todo el día sin trabajar?’. Ellos le respondieron: ‘Porque nadie nos ha contratado’. Él les dijo: ‘Vayan también ustedes a mi viña’.Al atardecer, el dueño de la viña le dijo a su administrador: ‘Llama a los trabajadores y págales su jornal, comenzando por los últimos hasta que llegues a los primeros’. Se acercaron, pues, los que habían llegado al caer la tarde y recibieron un denario cada uno.Cuando les llegó su turno a los primeros, creyeron que recibirían más; pero también ellos recibieron un denario cada uno. Al recibirlo, comenzaron a reclamarle al propietario, diciéndole: ‘Esos que llegaron al último sólo trabajaron una hora, y sin embargo, les pagas lo mismo que a nosotros, que soportamos el peso del día y del calor’.Pero él respondió a uno de ellos: ‘Amigo, yo no te hago ninguna injusticia. ¿Acaso no quedamos en que te pagaría un denario? Toma, pues, lo tuyo y vete. Yo quiero darle al que llegó al último lo mismo que a ti. ¿Qué no puedo hacer con lo mío lo que yo quiero? ¿O vas a tenerme rencor porque yo soy bueno?’.De igual manera, los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos".
Los últimos serán los primeros y los primeros serán
los últimos. De ninguna manera esta frase alienta la
incompetencia y la mediocridad. Los talentos que Dios da hay que hacerlos
producir. Procurar mejorar en todo, perfeccionarse en los estudios, progresar
profesionalmente, es lo que toda persona debe hacer por su propio bien y el de
la sociedad. Pero si la motivación para lograrlo no es la de servir mejor, sino
únicamente el lucro, la autocomplacencia y el provecho egoísta, desde el punto
de vista cristiano eso no sirve para nada. Lo dice San Pablo: Ya puedo yo hablar las lenguas de hombres y
de los ángeles, pero si no tengo amor soy como un bronce que suena o unos
platillos que hacen ruido (1Cor 13,1); en otras palabras, ya puedo ser un
triunfador según el mundo pero si no actúo por amor no merezco ninguna
alabanza.
La
parábola es sencilla, el dueño de la viña, que representa al Padre del cielo,
contrata a toda clase de obreros y a todos les paga un mismo jornal. Unos van a
trabajar a primera hora, otros al mediodía y otros cuando la jornada ya
concluye; cada uno cuando lo llama el Señor. A todos, en el tiempo propicio, cuando
el Señor así lo dispone, nos toca la gracia.
Jesús
toma distancia de la justicia humana, que a veces puede ser parcial y
deficiente. El “dar a cada uno lo
suyo” puede fomentar las desigualdades cuando exigimos desde nuestros derechos
adquiridos, buscando incrementar lo que ya tenemos, sin pensar primero en asegurar
las necesidades más urgentes que otros padecen. La justicia de Jesús es de otro
orden: para Él, los últimos han de ser tratados como los primeros. La caridad y
la misericordia coronan la justicia. Dios no se rige tanto por la justicia del
derecho sino por la gracia.
Sin
darnos cuenta podemos trasladar a nuestra relación con Dios la lógica contable
y lucrativa que rige los intercambios económicos. La relación con Dios no se
basa en inversiones y ganancias, méritos y recompensas. Dios es amor gratuito y
sobreabundante. Y su modo de obrar nos debe mover a ser agradecidos y
desinteresados. Querer llevar una vida recta y hacer obras buenas para
asegurarnos un premio aquí o en el más allá, es obrar como los primeros trabajadores
de la viña que se quejan de que los últimos reciban igual salario; ellos
quieren recibir más por sus méritos propios, no por gracia del Señor. No han
conocido la justicia del reino, no han aprendido la lección de la gratuidad,
núcleo central del amor.
Así
se portó Jonás cuando vio que Dios perdonaba a los habitantes de Nínive, que él
creía merecedores de castigo. Así se portó también el hijo mayor que se quejó
contra su padre porque mandó celebrar un banquete por el regreso del hijo
pródigo. Lo mismo ocurría en la primitiva Iglesia con los cristianos
procedentes del judaísmo que se quejaban porque los venidos del paganismo tenían
en la Iglesia igual rango y derechos que ellos.
Jesús mismo tuvo que enfrentar esta dificultad: los
judíos no podían comprender que Dios ofreciera el don de la salvación a judíos
y no judíos. Por eso declaró: Vendrán
muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el
reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán echados fuera a la
tiniebla (Mt 8,11-12).
Finalmente,
esta página del evangelio nos abre los ojos a una realidad siempre actual: muchos
por el cargo que ocupan o por las buenas obras que practican adquieren
relevancia y llegan a creerse superiores a los demás. Pero la verdad es que ante
Dios no podemos esgrimir derechos adquiridos ni exhibir méritos, pues los que
consideramos “últimos” pueden estar delante de nosotros ante Dios. Seguir a
Jesús pobre y humilde, venido no a que lo sirvan sino a servir, significa superar
todo espíritu de rivalidad y codicia, desterrar todo “exclusivismo”, alegrarse
con el éxito y cualidades de los demás, admitir con gozo que otros sean
favorecidos por el Señor, que ama a todos sin distinción y gratuitamente, es
decir, sin esperar nada a cambio.
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