P. Carlos Cardó, SJ
El siervo despiadado, vitral de la Iglesia de los Escoceses, Melbourne, Australia |
En aquel tiempo Pedro se acercó a Jesús y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» Y Jesús le dijo: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.»«Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: "Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré." Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda. Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: "Paga lo que debes." Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: "Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré." Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: "Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?".Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano.»
Jesús ha hablado del perdón y de la corrección fraterna, pero Pedro no quiere
entender, pregunta hasta dónde tiene que mantener abierta la posibilidad de
llegar a un acuerdo, y busca un límite razonable al deber de perdonar. Parte
del supuesto de que él es el agraviado y no tiene necesidad de perdón; como si
hubiera dos varas de medir: una cuando me afecta a mí y otra cuando soy yo el
que hiere y agravia. Hay que perdonar siempre, es la respuesta de Jesús. Y le
propone una parábola.
La parábola contrapone la magnanimidad del señor que perdona una
deuda incalculable a un empleado, y la impiedad de éste que no perdona a un
compañero una deuda pequeña. Diez mil talentos le han perdonado, pero es
incapaz de perdonar cien denarios. Según el historiador Flavio Josefo (+ 101
d.C.) el talento valía diez mil denarios; luego diez mil talentos suman cien
millones de denarios. Si se tiene en cuenta que el jornal de un obrero era un denario al día, aunque trabajase sin parar
toda su vida, el empleado de la parábola no podría pagar la deuda.
Esta
cifra tan desmesurada da una idea de lo que Dios ha hecho por nosotros. Nos
creó por amor y “nos encomendó el universo entero para que sirviéndole a Él
domináramos lo creado; y cuando por desobediencia perdimos su amistad no nos
abandonó al poder de la muerte sino que, compadecido, tendió la mano a todos
para que lo encuentre el que lo busca”.
Y
en el colmo de su amor misericordioso, envió a su propio Hijo que cargó en su
cruz todos nuestros pecados. Así, pues, la deuda que tengo con Dios es mi
propio ser, yo mismo soy la deuda que tengo contraída con Él. Pero más que
deuda es un regalo, un don infinito que Él me ha dado sin calcular. Por
consiguiente, el perdón que debo dar nace del perdón que he recibido.
Mucho
queda por hacer para inculcar la importancia del perdón para la formación de una
personalidad sana, condición básica para una humana convivencia en sociedad. Se
piensa neciamente que el perdón es algo propio de débiles o una actitud
puramente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una manera sana,
para poder humanizar los conflictos y para romper con la espiral de la
violencia. No es dejar de lado la
justicia, no es echar tierra sobre la historia; es no tomarte la justicia
por tu mano, no practicar la ley del talión.
El
perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Al mismo tiempo supone
los sentimientos naturales de disgusto, enfado e indignación ante la injusticia,
pero no da cabida al odio, al rencor y la venganza porque son instintos de
muerte que dañan a quien se deja llevar por ellos y no construyen nada sino
destruyen.
Las
relaciones humanas sólo se restablecen cuando se pone fin a la persistente
amenaza, y esto sólo se obtiene con la reconciliación. El odio y la venganza,
por el contrario, mantienen en el otro la voluntad de seguir haciéndonos daño,
y la herida nunca cicatriza.
¡Pero
es de justicia!, se suele argüir. En efecto, lo es pero
según la justicia que se rige por la norma: quien
la hace la paga. No según la justicia que Jesús enseña. Si no leemos mal su
evangelio, no nos cabe sino aceptar que el cristiano ama a todos, incluso a su
enemigo, se siente en deuda con todos porque es responsable de su hermano, a su
adversario le debe reconciliación, al pequeño y al pobre solidaridad, al
perdido el salir en su búsqueda, al culpable la corrección, al deudor la
condonación de la deuda. Es la disparidad de la justicia divina, hecha de
misericordia y amor. Es la justicia que lleva en definitiva a creer en la
persona y en su capacidad de redención y de cambio, porque el otro es mi hermano,
hijo del mismo Padre. Esta justicia nos hace ser misericordiosos como el Padre.
Nos asemeja a Jesús, que no solo habló del perdón, sino que lo practicó y
en la cruz oró por sus verdugos.
Formamos
la comunidad de la Iglesia de Cristo no porque no cometamos errores o seamos
incapaces de ofendernos mutuamente, sino porque somos perdonados y por eso nos
perdonamos. Y aunque no hayamos tenido que hacer nunca un acto heroico de
perdón y, con la ayuda de Dios, no tengamos que vernos en ese trance, siempre podemos perdonar las humillaciones,
decepciones, malentendidos, ingratitudes, abusos, que la vida ordinaria trae
consigo. Por eso nos juntamos a rezar y decimos juntos como el Señor nos
enseñó: perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos
han ofendido.
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