jueves, 17 de agosto de 2017

La parábola del perdón (Mt 18, 21-35)

P. Carlos Cardó, SJ
El siervo despiadado, vitral de la Iglesia de los Escoceses, Melbourne, Australia
 En aquel tiempo Pedro se acercó a Jesús y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» Y Jesús le dijo: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.»«Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: "Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré." Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda. Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: "Paga lo que debes." Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: "Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré." Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: "Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?".Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano.»
Jesús ha hablado del perdón y de la corrección fraterna, pero Pedro no quiere entender, pregunta hasta dónde tiene que mantener abierta la posibilidad de llegar a un acuerdo, y busca un límite razonable al deber de perdonar. Parte del supuesto de que él es el agraviado y no tiene necesidad de perdón; como si hubiera dos varas de medir: una cuando me afecta a mí y otra cuando soy yo el que hiere y agravia. Hay que perdonar siempre, es la respuesta de Jesús. Y le propone una parábola.
La parábola contrapone la magnanimidad del señor que perdona una deuda incalculable a un empleado, y la impiedad de éste que no perdona a un compañero una deuda pequeña. Diez mil talentos le han perdonado, pero es incapaz de perdonar cien denarios. Según el historiador Flavio Josefo (+ 101 d.C.) el talento valía diez mil denarios; luego diez mil talentos suman cien millones de denarios. Si se tiene en cuenta que el jornal de un obrero era  un denario al día, aunque trabajase sin parar toda su vida, el empleado de la parábola no podría pagar la deuda.
Esta cifra tan desmesurada da una idea de lo que Dios ha hecho por nosotros. Nos creó por amor y “nos encomendó el universo entero para que sirviéndole a Él domináramos lo creado; y cuando por desobediencia perdimos su amistad no nos abandonó al poder de la muerte sino que, compadecido, tendió la mano a todos para que lo encuentre el que lo busca”.
Y en el colmo de su amor misericordioso, envió a su propio Hijo que cargó en su cruz todos nuestros pecados. Así, pues, la deuda que tengo con Dios es mi propio ser, yo mismo soy la deuda que tengo contraída con Él. Pero más que deuda es un regalo, un don infinito que Él me ha dado sin calcular. Por consiguiente, el perdón que debo dar nace del perdón que he recibido.
Mucho queda por hacer para inculcar la importancia del perdón para la formación de una personalidad sana, condición básica para una humana convivencia en sociedad. Se piensa neciamente que el perdón es algo propio de débiles o una actitud puramente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una manera sana, para poder humanizar los conflictos y para romper con la espiral de la violencia. No es dejar de lado la justicia, no es echar tierra sobre la historia; es no tomarte la justicia por tu mano, no practicar la ley del talión.
El perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Al mismo tiempo supone los sentimientos naturales de disgusto, enfado e indignación ante la injusticia, pero no da cabida al odio, al rencor y la venganza porque son instintos de muerte que dañan a quien se deja llevar por ellos y no construyen nada sino destruyen.
Las relaciones humanas sólo se restablecen cuando se pone fin a la persistente amenaza, y esto sólo se obtiene con la reconciliación. El odio y la venganza, por el contrario, mantienen en el otro la voluntad de seguir haciéndonos daño, y la herida nunca cicatriza.
¡Pero es de justicia!, se suele argüir. En efecto, lo es pero según la justicia que se rige por la norma: quien la hace la paga. No según la justicia que Jesús enseña. Si no leemos mal su evangelio, no nos cabe sino aceptar que el cristiano ama a todos, incluso a su enemigo, se siente en deuda con todos porque es responsable de su hermano, a su adversario le debe reconciliación, al pequeño y al pobre solidaridad, al perdido el salir en su búsqueda, al culpable la corrección, al deudor la condonación de la deuda. Es la disparidad de la justicia divina, hecha de misericordia y amor. Es la justicia que lleva en definitiva a creer en la persona y en su capacidad de redención y de cambio, porque el otro es mi hermano, hijo del mismo Padre. Esta justicia nos hace ser misericordiosos como el Padre. Nos asemeja a Jesús, que no solo habló del perdón, sino que lo practicó y en la cruz oró por sus verdugos.
Formamos la comunidad de la Iglesia de Cristo no porque no cometamos errores o seamos incapaces de ofendernos mutuamente, sino porque somos perdonados y por eso nos perdonamos. Y aunque no hayamos tenido que hacer nunca un acto heroico de perdón y, con la ayuda de Dios, no tengamos que vernos en ese trance, siempre  podemos perdonar las humillaciones, decepciones, malentendidos, ingratitudes, abusos, que la vida ordinaria trae consigo. Por eso nos juntamos a rezar y decimos juntos como el Señor nos enseñó: perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido.

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