P.
Carlos Cardó, SJ
Cristo
acusado por los fariseos, detalle de La Maestá, temple sobre tabla de Duccio Di
Buonisegna (1308-1311), Museo dell'Opera Metropolitana del Duomo, Siena, Italia
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En aquel tiempo, Jesús dijo a los escribas y fariseos: "¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, porque les cierran a los hombres el Reino de los cielos! Ni entran ustedes ni dejan pasar a los que quieren entrar. ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que recorren mar y tierra para ganar un adepto y, cuando lo consiguen, lo hacen todavía más digno de condenación que ustedes mismos!¡Ay de ustedes, guías ciegos, que enseñan que jurar por el templo no obliga, pero que jurar por el oro del templo, sí obliga! ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué es más importante, el oro o el templo, que santifica al oro? También enseñan ustedes que jurar por el altar no obliga, pero que jurar por la ofrenda que está sobre él, sí obliga. ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar, que santifica a la ofrenda? Quien jura, pues, por el altar, jura por él y por todo lo que está sobre él. Quien jura por el templo, jura por él y por aquel que lo habita. Y quien jura por el cielo, jura por el trono de Dios y por aquel que está sentado en él".
El texto es continuación del
discurso contra la hipocresía de los fariseos y escribas. Al leerlo conviene
pensar qué posible aplicación tiene al día de hoy, pues el fariseísmo sigue
siendo un peligro para todas las religiones y para la Iglesia.
Fariseo significa puro; eso se creían los miembros de este
partido. Jesús pone en guardia contra el peligro de convertir su comunidad en
una secta de puros. Asimismo, el fariseísmo aparece cuando se dictan normas para
que otros las cumplan y cuando no se pone en práctica lo que se enseña.
Fariseísmo es servirse de la Palabra (de la Iglesia, de las instituciones
religiosas, incluso de las normas morales) para obtener algún beneficio propio,
aprobación y gloria vana según el mundo, pero no la gloria de Dios.
Los fariseos de todos los tiempos
exhiben su religiosidad o su saber de las cosas de religión y moral para
aparecer como grandes, doctos, eruditos que están para enseñar pero no para
aprender. El fariseísmo se infiltra bajo apariencia de bien, disfrazado con la
máscara de la observancia de las normas y preceptos; presenta el evangelio como
ley, no como lo que es: buena noticia de la comunicación y comunión entre Dios
y sus hijos e hijas.
Las contradicciones que Jesús desenmascara en este discurso son:
la hipocresía del decir y no hacer, el celo por buscar prosélitos para asemejarlos
a ellos y no llevarlos a Dios, el legalismo y la falta de discernimiento, el
ser intachable en lo exterior pero perverso en su interior (sepulcros
blanqueados), la dureza para juzgar a los demás y la incapacidad para soportar
el juicio de la verdad.
El «ay» profético que Jesús pronuncia tres veces por el mal
proceder de los fariseos y escribas, no es de lamento por una situación triste,
sino de advertencia severa del fin desastroso al que se encaminan por confundir
a la gente. Son los enemigos de Jesús, responsables directos de que la mayoría
del pueblo de Israel no creyera en Él. Es como un ajuste de cuentas decisivo a
los malos dirigentes. Tres veces los llama «hipócritas», por vivir en
contradicción entre lo que dicen y lo que hacen. Son lo contrario de lo que
deben ser los discípulos de Jesús que escuchan la palabra de Dios que él les
comunica y la llevan a la práctica (cf
7,24-27).
El primer «ay» es porque los maestros de la ley y los fariseos,
haciéndose los jueces de vivos y muertos, cierran la puerta del reino de los cielos,
es decir, de la salvación, a los que se les antoja, sin advertir que haciendo
eso, ellos mismos se condenan.
Pedro, como representante de la comunidad cristiana, recibió las
llaves para, en nombre de Cristo, abrir a los fieles las puertas del reino de
los cielos (Mt 16, 19) mediante la
transmisión oficial y normativa de los contenidos de la fe cristiana. Los letrados
y fariseos, en cambio, considerados los intérpretes oficiales de la ley,
centraban su práctica en la búsqueda de la pureza exterior, dejando de lado el
núcleo más importante de la ley: la misericordia, el derecho y la fidelidad.
Obrando así ellos mismos quedaban fuera de la justicia del reino y confundían a
la gente en vez de guiarla a cumplir lo que Dios quiere.
El segundo “ay” amplía la denuncia anterior. Los letrados y
fariseos, que no permiten entrar a las personas en el reino de los cielos, realizan
sin embargo una tenaz actividad proselitista para convertir a la fe de Israel y
a la observancia rigorista de la ley a gentes de otras naciones. Pero una vez
convertidos los volvían más fanáticos aún que ellos mismos y por ello
doblemente merecedores de la perdición. La expresión que se emplea es
exagerada, pues los fariseos no recorrían “mar y tierra” para “hacer un solo prosélito”,
pero sí hacían enormes esfuerzos para lograrlo.
El tercer “ay” es para los mismos
leguleyos a quienes califica de torpes y
ciegos porque se valen de triquiñuelas para exonerar a quienes les interesa de
las obligaciones morales que han contraído con sus promesas y juramentos. Estos
“guías ciegos” mantenían a las personas en su ceguera. Son, por tanto, el polo
opuesto del único Maestro, Jesús, que abolió los juramentos y los sustituyó por
la veracidad de la palabra dada, que compromete totalmente a la persona.
Aunque estas formulaciones evangélicas no son fáciles de
comprender en su literalidad, queda clara a los lectores de hoy la enseñanza de
Jesús acerca de la honestidad personal y la necesidad de refrendar con la
propia conducta la fe que se profesa. Por lo demás, la labor evangelizadora de
la Iglesia no ha de tener como objetivo el buscar prosélitos, sino crear
fraternidad y promover de manera integral a las personas para que sean libres y
responsables.
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